La preocupación expresada en las redes y en los medios por ciudadanos de diferentes capas sociales, entre ellos dirigentes políticos y congresistas, ante la masiva y aparentemente creciente inmigración ilegal haitiana, no los hace xenófobos ni es indicio de una actitud colectiva racista. Aunque muchos han pretendido taparse los ojos ante esa realidad, lo cierto es que estamos ante un problema real y grave.
Esto no significa que menospreciemos la importancia que a través de los años esa inmigración, bajo cierto control, ha tenido para la economía y para el auge de ciertas actividades productivas. Ni tampoco que restemos trascendencia al valor que representa una buena y armoniosa relación comercial y diplomática sentada sobre bases claras y firmes, que eviten el contrabando y otras prácticas ilícitas muy propias entre países que comparten una frontera común. Pero la presencia cada vez mayor de ciudadanos haitianos sin los permisos legales de estadía o residencia, podría estar llegando a un nivel capaz de generar futuros conflictos en los que el país llevaría la peor parte en el campo internacional, como ya muchos suponemos.
Como cualquier otro país, la República Dominicana tiene absoluto derecho de defender sus valores y tradiciones culturales de cualquier amenaza de contaminación foránea y a salvaguardar sus espacios territoriales, con políticas firmes que impidan la inmigración más allá de su capacidad para asimilarla. La realidad es que ese flujo migratorio afecta nuestra realidad social, con desplazamientos de mano de obra en la construcción y la agropecuaria; desbordando la capacidad de atención de hospitales y haciendo de mercados y barrios verdaderos arrabales. A menos que forcemos tratados bilaterales con reglas claras y estrictas en materia de comercio y migración, el problema de la inmigración ilegal penderá sobre el país como un explosivo de mecha corta.