Si pudiese resumirse la vida en una frase, sería esta: somos los únicos responsables de nuestras vidas. Nuestra felicidad depende de su aceptación; nuestras desgracias, de la insensatez de querer negarla. La madurez consiste en reconocerla y en interiorizarla. Y esto se aplica por igual a los individuos y a las sociedades.

Los sabios de todos los tiempos lo sabían. Cuando el Cristo dijo “no se preocupen: ocúpense”, se refería a ello. Dicen que Séneca dijo: “mientras el hombre culpe a los demás de sus errores, vivirá sumido en el fracaso. No hablaba de otra cosa. Igual que Sartre cuando afirmó que somos libres, pero responsables de nuestra libertad.

El Buda dijo que la felicidad consiste en no querer nada. Personalmente no tomo esta verdad al pie de la letra: no todos tenemos la vocación de anacoretas; no todos queremos andar por la vida con lo puesto (aunque sí creo que la felicidad no se basa en el tener, sino en el ser). La sentencia del Buda quiere decir, creo, que querer algo por lo cual no se lucha es la fuente de la infelicidad. Tenemos que entregarnos en cuerpo y alma a alcanzar nuestros objetivos. Y aceptar nuestros éxitos sin jactancia. Pero también nuestros fracasos sin excusas. Si, a pesar de haber hecho todo por triunfar, fracasamos, debemos aceptarlo sin culpabilidad. La madurez no es otra cosa que esta actitud. El filósofo Reinhold Niebuhr  no pudo definirlo mejor, en su Oración de la Serenidad: “Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, fortaleza para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para conocer la diferencia”. Creo que no tenemos que pedirlo a Dios, sino asumirlo: conocernos a nosotros mismos es parte de nuestra vida y de nuestra responsabilidad.

Muchos prefieren negar esta realidad. Son los que cometen la necedad de creer que, a través del alcohol, las drogas y el juego, podrán escapar a ella. Esta realidad es tan terrible que no aceptarla conduce a veces al suicidio o a la locura.

El que somos responsables de nuestras vidas es una verdad fácil de entender, pero difícil de aceptar. Pocos son los que logran aceptarla desde la juventud. Las más de las veces, hace falta toda una vida para interiorizarla. Es mi caso. Solo pasado los cincuenta empecé a rendirme a esta realidad. Y el proceso que comenzó paulatinamente hace un par de años, ha alcanzado su plenitud unos minutos antes de comenzar a escribir estas líneas. Postrado ante ella, lo reconozco: el único culpable de mis fracasos sentimentales, profesionales y económicos soy yo, solo yo y nadie mas que yo. Y mientras escribo, siento una serenidad nunca antes alcanzada y una fuerza nunca antes experimentada.

Si escribiese solo sobre mí sería una arrogancia. Sirvan los párrafos anteriores como prólogo a este, el verdaderamente esencial: la nación dominicana es la única responsable del caos en el que está sumida. No son culpables los haitianos, sino los que asistimos indolentes a su tráfico y nos limitamos a quejarnos en lugar de exigir, con hechos, la responsabilidad a nuestros gobernantes. No son estos los responsables de la pobreza y de la inseguridad que nos azotan, sino los que les votamos, los que, en lugar de actuar, nos limitamos a quejarnos.

Mientras nos quejemos y aceptemos este triste estado de cosas en lugar de actuar, de ocuparnos, los dominicanos viviremos sumidos en el fracaso.