La culminación del histórico viaje de Benedicto XVI a Gran Bretaña en septiembre de 2010 fue su discurso ante los líderes políticos y sociales en el histórico Westminster Hall. Aprovechó esa oportunidad para llamar la atención sobre cómo se margina de manera creciente y premeditada a la religión de la vida pública en Occidente.

No puedo sino expresar mi malestar ante la creciente marginación de la religión y en particular del cristianismo que está teniendo lugar en algunos lugares, incluso en naciones que ponen mucho énfasis en la tolerancia. Algunos sostienen que la voz de la religión debe ser silenciada, o al menos relegada al ámbito estrictamente privado. Hay quien afirma que no debe fomentarse la celebración pública de fiestas como la Navidad, partiendo de la cuestionable creencia de que esto podría, de alguna forma, ofender a quienes pertenecen a otras religiones o a ninguna.

Y también hay quien arguye paradójicamente, con la intención de erradicar la discriminación, que debe exigirse a los cristianos que ocupan cargos públicos que actúen, en ocasiones, en contra de su conciencia. Estas son muestras de un preocupante fracaso a la hora de reconocer no sólo los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y de religión, sino también el legítimo papel que tiene la religión en los foros públicos”.

Francisco I reiteró los términos del discurso de Benedicto XVI en una aparición pública realizada hace menos de dos semanas. Francisco I fue enfático al declarar que Occidente está inmerso en un proceso de marginación del cristianismo de la vida pública, luego de deberle su surgimiento y sostén como civilización a esta creencia particular.

No es necesario buscar mucho para encontrar ejemplos del fenómeno descrito por Benedicto XVI y Francisco I en sus respectivas disertaciones. Vivimos una época en que ciertas concepciones de los “derechos humanos” se contraponen ahora al cristianismo y de cómo éste y la religión son vistos como “un problema que solucionar”.

Muestra de ello fue la resolución aprobada por el Parlamento Europeo en 2001. Se titulaba “Mujeres y fundamentalismo”. Este extenso documento lamentaba “la interferencia de las iglesias y las comunidades religiosas en la vida pública y política de los Estados, especialmente cuando tal interferencia tiene el objetivo de restringir los derechos humanos y las libertades fundamentales”.

Enseguida vemos cómo se aduce una particular concepción de los derechos humanos contra las iglesias y las “comunidades religiosas”, advirtiéndose de hecho a estas iglesias y comunidades religiosas que deben “saber permanecer en su sitio”.

Esta resolución del año 2001 hace referencia a los derechos sexuales y reproductivos, los cuales están siendo promovidos en República Dominicana como “derechos humanos” por un grupo de ONG, al punto que se pretende insertar la inclusión de éstos en las próximas metas de desarrollo sostenible de las Naciones Unidas, a ser promulgadas en enero de 2016 y a la tendencia de la religión a “incitar o fomentar la discriminación”.

En el lenguaje de las ONG, como bien sabemos, los “derechos sexuales y reproductivos” siempre incluyen el derecho legal al aborto. Por lo tanto, esta resolución instruye a las iglesias y a las comunidades religiosas de que no deben hacer nada para restringir el acceso al aborto y que cualquier intento en ese sentido constituiría “una interferencia en la vida pública y política de los Estados”.

Por supuesto, desde el punto de vista cristiano, la oposición al aborto no es una interferencia en la “vida pública y política del Estado”, sino que surge de la preocupación por la justicia de la sociedad. Los cristianos no consideramos que Estado y sociedad sean una misma cosa, y siempre defenderemos nuestro derecho a opinar sobre cualquier cosa que afecte a la sociedad y al bien común, incluso cuando la acción del Estado resulte injusta o perjudicial.

En otros tiempos, defendimos con nuestras vidas nuestro derecho a opinar en la sociedad y a influir en el debate público. Estamos dispuestos a hacerlo de nuevo en una guerra cultural donde una élite liberal pretende destruir una civilización que ha sido guía de la humanidad durante dos mil años.