La publicidad y su imagen epidérmica han subsumido el valor de todas las cosas hasta reducirlas a su condición de mercancía, incluido el sujeto que una vez quisieron historiar las ciencias humanas como diferente, no sólo del objeto, sino también del individuo. Esta chata condición de ser encuentra poca resistencia entre los intelectuales quienes, a su modo, han tenido que ceder a la tendencia posmoderna que jalona todo al epicentro de lo superfluo.

El mercado es el nuevo dios, la publicidad la religión.  La ontología es el consumo, pero no del bien o servicio, sino del slogan.  La manipulación de los media desestructura la opinión pública que se presume heterogénea, para crear, por efectos de la persuasión, una masa homogénea de consumidores (no sólo del objeto sino también de la idea) ya intuida en la década de los cincuenta por Herbert Marcuse, en su libro El Hombre Unidimensional.

Este es el caldo de cultivo propicio para vender un producto que no satisface una necesidad, pero que por una vía seductora se ha colocado en el centro del deseo para una masa cuya condición de sujeto depende de la manipulación.

Cuando esto se aplica a la imagen gastada de los productos-candidatos, luego de la crisis de los partidos en Latinoamérica, lo que tenemos es una construcción del espectáculo social, una parodia política donde el bufón es rey.

Aquí no cabe ni interesa el debate sobre cuestiones puntuales para el desarrollo de una sociedad. La cuestión,  por ejemplo, de la identidad y relación dialógica con otras naciones y culturas. El asunto de la economía global, más allá de los PIB, la inversión extranjera con sus “bonanzas” y engaños, las nuevas formas de dominación y resistencias; las corporaciones oligopólicas en detrimento de las economías particulares.

Ninguna de estas cuestiones, y otras más locales como la corrupción y los derechos ciudadanos, importan,  porque lo que conviene está por encima de lo que se debe, según el discurso de la desfachatez política que tuvo como maestro indiscutido en nuestro país a Joaquín Balaguer, y que ha permeado en todos los partidos que enarbolan anacronismos como si fueran nuevas fórmulas.

La democracia política podría definirse ahora como la forma eficaz de manipular los atributos de un candidato para, basado en datos sobre los hábitos de consumo del electorado, diseñar una estrategia de comunicación que los persuada.  Lo “democrático” ahora es que cualquiera que cuente con los recursos económicos propios o endosados podrá acceder a esferas de poder sin que necesariamente cuente con las condiciones de liderazgo e inteligencia política para ello. Ocupará curulis ediles y hasta solio presidencial.

La gramática de la iniquidad ha inventado la palabra gobernabilidad para referirse a la eliminación autocrática de la independencia de los poderes; expresiones tan vacías de sentido como  economía de servicio, para disfrazar la quiebra de industrias locales; diálogo democrático, referido a los acuerdos de unos cuantos para repartirse el poder y violar la ética de las polis según sus intereses del momento; concertación y pacto, en lo que antes  era llamado por los mismos actores  “ bochornoso acuerdo de aposento”.

Adaptada al cinismo de los tiempos, la publicidad vino a “salvar” del derrumbe las formas tradicionales de hacer política, desplazando las dictaduras por alternabilidad de lo mismo y creando máscaras adecuadas para que lo viejo pase como nuevo. Así, en la sociedad del simulacro, elegimos políticos como elegir cualquier marca de refresco; que aunque nunca nos quite la sed (de justicia social, orden, equidad…) seguimos, seguro de que lo hará, asistiendo a la farsa de los mismos corderos en nuevos mataderos.

No se trata de pesimismo, más bien es  no estar seducidos por la maquillada democracia. Es la agonía de las ideologías y el desencanto por los que alguna vez nos prometieron grandes cambios para la mayoría.  Ahora miramos la marca y como consumidores nos centramos en la promesa única de venta, propuesta mediática que  no tendrá un correlato con las acciones reales.

Repetimos la metonimia del malestar nacional, cuando en realidad estamos pensando en el bienestar nuestro. Con una comunidad de votantes cavilando de la panza hacia abajo y unos falsos líderes del escamoteo,  no queda más que rogar a algún “santo” para que el autoritarismo no vuelva a tocar nuestras puertas.