William Burroughs no era precisamente un escritor convencional. Podía ser muchas cosas: drogadicto, homosexual, prófugo, pero sobretodo era un marginado o más bien un automarginado. Desde muy joven tomó conciencia de que detestaba el orden establecido, la angustiosa doble moral de su época que ha afectado al gigante del norte hasta nuestros días. Decidió acabar con esta realidad que lo subyugaba de una forma muy singular y extrema: desbordándola. No sabemos que pudo ser más escandaloso, su vida personal o sus escritos. Se refugio en las drogas y en el sexo como una forma de liberación. Todas sus obras, sin excepción, fueron un fracaso editorial; no solamente por su singular estilo -sin argumento central ni continuidad, sin espacio ni tiempo-, que hace la lectura prácticamente ilegible, sino por su clara provocación a la cultura americana. Sin lugar a dudas, fue el referente de la contracultura Norteamericana. Sus obras, en fin no eran más que el reflejo deformado y angustiante de la Sociedad Norteamericana.
Paradójicamente, odiaba el lenguaje, para él en vez de ser un vehículo de comunicación era todo un impedimento, una contrariedad, un virus. Imagino que hubiera preferido otros métodos de comunicación, como la telepatía. De ahí sus viajes buscando el yagé, una planta con propiedades telepáticas, que proporciona estados de conciencia prácticamente velados en estado normal y solo administradas por algunos chamanes de Sudamérica.
Sus obras, prácticamente autobiográficas, más que leídas pueden ser captadas como imágenes particulares. Pero esta forma de escribir les da a sus escritos una fuerza de expresión jamás lograda por ningún autor. Ahora bien, la importancia de su obra fantasmal, llena de sangre y excremento, de sexo y de droga, es lo que trasluce: su denuncia de cómo los gobiernos y la clase poderosa nos utiliza, su grito aterrador contra una sociedad completamente podrida y corrompida que trata de imponer sus costumbres y su moral con fines de utilizar al individuo con propósitos e intereses inconfesables.
Comulgo completamente con el trasfondo del pensamiento de Burroughs, respecto al lenguaje, en el sentido de que realmente es un medio defectuoso de comunicación, porque definitivamente hay sentimientos que no pueden definirse a través del mismo, solo se sienten y padecen. Presiento que los dominicanos nos estamos moviendo sin proponérnoslo a un estado marginal, nos están echando a un lado de la existencia, nos están orillando; porque finalmente a la mayoría no nos gusta el actual estado de cosas, ni lo que vemos ni lo que sentimos, pero no podemos cambiarlo. Siento que nuestro país se nos está convirtiendo en una novela de Burroughs, en un sueño de una atmósfera inquietante donde los encargados del orden son los peores criminales, los agentes contra la corrupción los peores corruptos, los jueces arrodillados, los curas pederastas y vendidos, el congreso un conglomerado servil, el detritus de la sociedad. Políticos que deberían estar presos, erigen el discurso oficial al Patricio; en fin República Dominicana es un pueblo espectral y onírico, se nos ha convertido en una novela de Burroughs. No sé como lo haremos, pero como el escritor, de seguro lo sobrepasaremos.