Hace ya varias décadas el lingüista, filósofo y activista político estadounidense Noam Chomsky describió un fenómeno, pasado casi siempre por alto en las escuelas de periodismo y al que apenas ponen caso las ciencias de la información, tan ocupadas con las fascinantes y actuales tecnologías de la información, y que, sin embargo, es de la mayor trascendencia no solo para estas dos disciplinas sino, lo que es más importante, para la democracia como sistema político, forma de gobierno y forma de vida para miles de millones de personas en el mundo contemporáneo. Ese fenómeno, que él denomina la “manufactura del consentimiento”,  es lo que distingue un estado autoritario de uno democrático: “En un estado totalitario no importa lo que la gente piensa, puesto que el gobierno puede controlarla por la fuerza empleando porras. Pero cuando no se puede controlar a la gente por la fuerza, uno tiene que controlar lo que la gente piensa, y el medio típico para hacerlo es mediante la propaganda (manufactura del consentimiento, creación de ilusiones necesarias), marginalizando al público en general o reduciéndolo a alguna forma de apatía.”

De acuerdo con Chomsky, la fabricación del consentimiento se articula fundamentalmente a través de los medios de comunicación de masas que, configurados empresarialmente para la búsqueda del “beneplácito de la publicidad” y las audiencias, actúan como generadores de propaganda por las elites gubernamentales y empresariales, para consumo del y hecha a la medida de “la estupidez del hombre medio”, y como establecedores de agendas públicas que ya no requieren de la censura gubernamental, pues esta es asumida voluntariamente por los medios. Aunque hay que reconocer que este modelo de propaganda institucional y de manipulación mediática que esboza Chomsky luce excesivamente simple, conspirativo y orwelliano, lo cierto es que el mismo es muy útil a la hora de abordar el periodismo como genero propagandístico, la instrumentalización publicitaria de los medios de comunicación y el sistema operativo de la prensa como engranaje de la comunicación política.

En todo caso Chomsky se queda corto a la hora de pasar del análisis del ser del funcionamiento real de los medios de comunicación a lo que debería ser la función de estos en una sociedad democrática. Es el filósofo del Derecho Luigi Ferrajoli quien señala más recientemente que el monopolio y el control de la información “son incompatibles, no solo con la libertad de información y de manifestación del pensamiento, sino también con la democracia política. Porque […] constituyen un poder cuya concentración, cualquiera que sea la forma, en manos privadas o en las de alguna fuerza política, se convierte en un factor que no solo hace vana la libertad de informar sino también la información misma y su fiabilidad como presupuestos de la autodeterminación política de los ciudadanos, de la soberanía popular y de la visibilidad y transparencia de los poderes públicos. En otras palabras, si es cierto que la propiedad de los medios de comunicación aplasta el derecho de información como libertad activa, con el que indebidamente suele confundírsela, no menos arrumbado y comprometido por ella resulta el interés público de que los ciudadadanos sean informados, que es, a su vez, una precondición de la democracia política”.

Pero… ¿cómo combatir el monopolio y el control de los medios de comunicación sin caer en la censura, control y monopolio gubernamental de los mismos como ocurre en el Ecuador de Rafael Correa, en la Venezuela chavista y, en menor grado, en la Argentina de Cristina Fernandez de Kirchner? ¿Cómo enfrentar la expansión de los imperios mediáticos, la estructuración de sistemas de “información domesticada”, “información disciplinada, homologada y homologante” y desinformación estructural y la transnacionalización de las concentraciones de medios? Ferrajoli propone el establecimiento de garantías para la tutela del derecho a la información que van desde la prohibición de que un mismo grupo de inversionistas controle más de un periódico o red radial o televisiva; la prohibición del abuso de posición dominante en la red de infraestructuras de telecomunicación (redes, cables, radio-frecuencias, satélites y similares); la creación de una autoridad independiente de garantía de la información que vele por estas garantías y por asegurar la máxima libertad de redacciones y periodistas; la distinción entre televisión comercial y de información, a través de la configuración de la segunda como un servicio público que puede ser prestado por particulares sin fines de lucro con apoyo financiero estatal y de la primera como una actividad privada que se sufraga mediante la publicidad; la consagración del derecho de las redacciones a elegir su director y de la prohibición de despidos arbitrarios y de interferencias y censuras de la redacción por parte de la propiedad del medio; hasta asegurar el pluralismo y la libre competencia de las televisiones privadas.

Con este conjunto de garantías, se tutela la libertad de prensa y de información frente al poder empresarial de los grupos de medios, sean públicos o privados, en tanto se imponen al cuarto poder de los medios de comunicación los límites constitucionales a los cuales tiene que estar sometido todo poder que no se pretenda absoluto en un Estado constitucional.