La cultura del consumo nos enseñó que los problemas del hogar se solucionaban no dialogando, sino adquiriendo cosas y es así que andamos llenos de todo y hartos de nada.

La solución al impasse del hombre y la mujer por coincidir en horarios de sus programas favoritos no sería un acuerdo consensuado, sino dos televisores. Ante el problema de los hijos que se peleaban por ver programaciones distintas, la solución no sería enseñarles a negociar y a respetar el espacio del otro, sino otro televisor.

Así las cosas hemos asistido a una sociedad educada por la programación televisiva y olvidada por los valores de la familia.

La televisión ha sido el principal aporte a la desintegración familiar, falta de comunicación y  al poco tiempo que le dedicamos a nuestros llamados seres queridos.

Hoy en día vemos cómo las cadenas de televisión explotan a personajes que sacan a la audiencia de su rutina, que les divierten a base de mostrar miserias para olvidar las suyas propias. Personajes que venden su vida privada a cambio de dinero.

La televisión se mantiene en constante renovación buscando impresionar al espectador. Todo ello obliga a las televisoras a exprimir a sus personajes cada vez más en busca de ese momento estelar de realidad televisada. Una lágrima, una confesión, una pelea, una reconciliación, un muerto en pedazos, ya no son suficientes. Se necesita un momento de sublime patetismo que sobrecoja al espectador. Se necesita que una presentadora de televisión le quite el esposo a otra presentadora y luego el esposo se case con la madre de una de ellas. El circo mediático es uno de los principales componentes de esta sociedad de la nada. Todo tan real y  prefabricado que sigue atrayendo a millones de idiotizados espectadores cada día.

Y la televisión nos interesa porque, posiblemente, nos sintamos identificados con ella. En la televisión las personas nunca se muestran como son, por eso constituye quizás el más grande de los entretenimientos porque es una proyección de lo que somos como personas: al igual que en la televisión pocas veces somos sinceros, no damos a conocer nuestro verdadero yo, somos pocos transparentes y posiblemente nuestra vida discurra en escenas diarias en las que jugamos a ser quienes queremos ser algún día.

Hemos pensado que la paz de la familia vendría con tener más televisores en la casa, sin embargo los resultados han sido deprimentes: los hermanos ahora se pelean menos, porque ni siquiera se ven. Jamás pensé que llegaría un momento en que lo correcto de la vida se volvería plausible y digno de reconocerse.

Hace un tiempo la BBC presentó la historia de una familia que decidió pasar unos meses sin ningún tipo de aparato electrónico: sin televisor, radios, celular ni internet. En una entrevista que concedieron la madre decía con cierto brillo en los ojos "Lo que más nos gustó de esta experiencia es cómo nos unimos, en las noches nos sentábamos a dialogar y a contar chistes entre nosotros, jugábamos dominó, barajas o cualquier otro entretenimiento. Sentimos que hemos vuelto a ser familia". ¿No debería ser esto lo ideal en cada sociedad?

Sostengo que la magia de la televisión consiste en que cada vez que renueva sus propuestas, algún valor importante de la sociedad desaparece. Por ejemplo, mientras la televisión crece en audiencia algunas librerías emblemáticas cierran sus puertas y es que por cada adicto al televisor hay un lector que muere.

¿Merece la pena el precio?