La insuficiencia de recursos para acometer las tareas del desarrollo y el crecimiento económico, fomentan un enorme escepticismo popular. En la medida en que se acentúa la crisis económica y disminuyen las posibilidades de reducir el desequilibrio social y económico, decrecen la confianza y el interés de millones de seres humanos en la defensa de los valores básicos y fundamentales de nuestro sistema político.
Tenemos ante nosotros un enorme e inaplazable desafío de mejorar la calidad de vida de la gente. No es una tarea que corresponda sólo a los políticos. Libertad, democracia y desarrollo deben traducirse indefectiblemente en realidades para esas grandes capas de población marginadas y sin esperanzas que habitan nuestras ciudades, aldeas y campos, si se quiere preservar el ideal de vida democrático que encierran esas palabras. He llamado a este reto la lucha inevitable.
El mapa de la pobreza, con su secuela de insalubridad, incomunicación, marginalidad, analfabetismo, hacinamiento y desesperanza, es demasiado extenso. Es cierto que hemos avanzado, que nos situamos en posición de poder analizar los logros del presente con la situación del pasado ya lejano, sin temor a sonrojarnos de los resultados de esos esfuerzos. Pero injusto sería aceptar que esos avances, por significativos que parezcan, sean suficientes para acallar los gritos de reformas y mejoras que brotan de las gargantas y estómagos de millones de personas, de todos los confines de Latinoamérica, desprovistos de los derechos elementales de alimento, vivienda, educación, transporte y trabajo.
Todo es cuestión de voluntad para tratar de hacer las cosas de mejor manera. La gran incógnita, sin embargo, es saber si esa voluntad en realidad existe. Lo peor es admitir que muchas veces en el pasado hemos perdido oportunidades por la simple razón de no haber dado un paso al frente.