La lluvia no cesaba. El lánguido atardecer permitía la llegada de la noche, sorprendiéndonos con sus aires muy frescos, inusuales en aquel final de verano. Con aquellos “friítos”, similares a los de Navidad, apetecía una taza de buen chocolate caliente, acompañado de un rico pan fresco, preferible de agua.
Matilde salió de la Facultad, hizo un alto en el camino y entró a la pastelería. Le gustaban los productos que allí se vendían. Entre otros, y de su preferencia, el pan de agua bien dorado. Con el rico aroma del pan recién horneado, para la cena, dos unidades le eran suficientes. Los cortaría a lo largo y cubriría de mantequilla. El calor de los mismos la derretiría, logrando así un rico banquete nocturno.
Infructuosas sus llamadas para conseguir un taxi. Debido a la lluvia, los taxistas estaban ocupados y ella no quería mojarse, tenía un exámen a la mañana siguiente y debía evitar la posibilidad de “pescar” un indeseado resfriado. El círculo de su paraguas era muy pequeño, por lo que vislumbraba una “empapada” que le calara hasta los huesos.
Mientras esperaba que la lluvia disminuyera un poco, como caído del cielo, el cochero – a quien conocía de años- cubierto hasta el cuello con su capa, la llamó a subir a su “vehículo”. Alegre, no lo dudó un segundo. Por debajo de la vestimenta impermeable, el buen hombre le tendió su mano para ayudarla a subir el diminuto escalón y ya en su interior, resguardarse de la lluvia.
Con los panes bien protegidos, rápidamente, y para sentarse, entró al “vehículo”. Y cuál no sería su sorpresa al descubrirlo sentado dentro de la negrura de aquel coche.
Emocionada, aun sin dar créditos, exclamó alegre y sorprendida: ¡Oh, mi Dios, viniste a buscarme! Abrazos, besos, risas, silencios…
Sí, él estaba allí. Luego que el cochero lo llamara, salió a buscarla y así evitar que la lluvia la mojara. Frente a la repostería, pacientemente, esperó a que ella terminara de sus compras y llevarla hasta su casa.
Coche en marcha, surgió la complicidad del silencio. El cochero -también copartícipe de aquel viaje, indudablemente especial – muy bajo, y para no resquebrajar la magia del momento, más que cantar, balbuceó alguna melodía. Sonrió muy bajo y riendas en manos, inició su conversatorio. Cómo le gustaba hacerlo y ¡quién sabe sobre cuáles tópicos.
En cuanto a “Lucero”, su caballo -y por años su más fiel compañero- serenamente continuó su marcha. No estaba la noche como para hacer carreritas, so penas de resbalar por los suelos, y dañar el encuentro de aquella pareja tantas veces por ellos transportada.
Exenta de una gota de lluvia sobre su cuerpo, antes de ir a la cama, Matilde repasó sus notas de la Facultad. Su meta estaba marcada en obtener buenas calificaciones.
Dispuesta a dormir, en la quietud de su alcoba, recordó la grata ocurrencia con la que él la sorprendió. Ay, él, y sus detalles inauditos.
Embriagada en su mundo de ensueños, evocó la profundidad de su mirada; la envolvente ternura por la proximidad de su cuerpo, además del tesoro inagotable de sus caricias y besos.
Navegando entre sus recuerdos, Matilde susurraba: “¡Vaya noche lluviosa, ricos los panes y también el chocolate!
Agradezco al “chofer”
del coche – Matilde reflexionaba – quien
quien por su solidaridad, impidió me mojara bajo aquel tremendo aguamillón, porque lo que caía del cielo, no era un simple aguacero”.
Saboreando los minutos de haber escuchado el agradable sonido de la lluvia, cayendo sobre las lonas del coche, Matilde -pícara y sonriente- mientras peinaba su larga y bien cuidada melena, murmuraba: “Gracias a la lluvia, a los panes, y al cochero, porque sin proponérselo, igual a un cuento de hadas, me regalaron una noche de ensueños. Viajando bajo la lluvia, ¿cómo olvidar el aroma del pan recién horneado, el tra la lá del cochero, el metálico clá clá clá de las pisadas de Lucero, y sobre todo, ¡el juguetón murmullo de sus besos!
Y concluía su monólogo: “Jajaja, mientras me abandono a Morfeo, entre las nubes blancas de su negro pelo, soñaré con la lluvia, mis panes y el cochero!