"descubrirte los trillos de la entrega, el secreto esplendor con que esperaba, tu reclamo de amor que ya no llega." S. Rodríguez Domínguez.

En el moridero de pobres sin fe en que poquito a poco se va convirtiendo el país, la lluvia es un referente de estratificación social, es decir, que ubica a cada quien en el estrato social al que pertenece a partir de lo que anímicamente ella le provoca, le genera.

Hablemos de la amplia clase media, desde la muy pobre pero que va tirando, a la alta clase media que ya llega hasta el apartamentito en Juan Dolio o Bávaro.

Así, llueve en la Capital, Moca o Santiago y los moteles no dan abastos, se hacen largas colas, se pelean los parroquianos por las suite con jacuzzi, según me cuentan. La lluvia, ya se sabe, tiene un efecto afrodisíaco innegable. Las emisoras cambian la temática de sus discos, y en minutos, en Primera FM comienza a sonar José José… "afuera está lloviendo, amor…", o la inolvidable página bolero de Cortez que para los dominicanos inmortalizara Sergio Vargas en el mejor de todos sus trabajos: "un cigarrillo la lluvia y tú me trastornan… Brindo por ti"… y en ese plan.

He aquí el romanticismo, la bíblica incitación al santo fornicio que en las altas clases y la muy baja clase media hacia arriba genera la lluvia y sus tardes grises, con sus tristes bienvenidas.

Sin embargo, -en un faltoso país fallido de fe, vencido de esperanzas-, para las grandes masas empobrecidas la lluvia tiene otra lectura más cruel y mucho menos romántica.

Hablo del drama social de las inundaciones y sus damnificados, los derrumbes y sus muertos, hablo de las calles fangosas como ríos, los sin techo -o casi sin ellos- a los que la lluvia viene a confirmarles lo que son hace décadas: refugiados y marginados, náufragos de una sociedad que ha perdido el norte de sus verdaderas prioridades, si es que alguna vez tuvo norte o ha tenido prioridades esta sociedad.  

Cuando llega la lluvia y espanta a la pobreza, -que como cucaracha asustada sale a mostrarnos sus vergüenzas en los noticiarios-, entonces, vergüenza deberían sentir los señores del Poder porque aquí nos han traído cincuenta años después de fallidos intentos por la democracia verdadera de justicia social y oportunidades, (y no de la electoral que es la única que tenemos.)     

Y vergüenza debería sentir uno, que alienado del perfume de su recuerdo, cuando comenzó a caer la lluvia, el sol languidecía y  atormentaba aquella ausencia y dolía tanto aquel olvido, no pensamos en los dominicanos que padecían la maldición de su pobreza, sino que, aburguesados, egoístas e irresponsables, volvimos a lo escrito en aquella servilleta de bar, aquella  tarde mojada que no debió terminar jamás. "Y sin ella darse cuenta, desde el pasillo sin fin de aquel salón sin espejos, me acarició el perfume de su pelo negro, la esencia de su cuerpo erguido, !ay! Era de tarde. Creo que llovía. Por no asustarla no le  dije nada… pero, qué lindos ojos tenía."