A la literatura se accede por una puerta secreta,

que nada tiene que ver con las altas luces de los faroles.

Este es el mundo en el que vivimos. El mundo de la imagen, de lo aparente, de la inevitable ausencia del pensamiento crítico. Todo en nombre de la fama y de la popularidad. Nos montamos en ese tren o quedamos fuera de la historia de la literatura. La visión reflexiva y personal ha perdido su valor. Todo está permitido. Los malos versos son tan apreciados como los buenos versos, todo mezclado en onírica promiscuidad imposible de aceptar. ¡Viva la imagen, la perogrullada, lo banal; el circo está servido!

Todo aquel que exija rigurosidad está desfasado. Es un necio, un loco en el camino, solo un paria, una trompeta escandalosa e irritante… Pasemos por su lado sin que nada toque nuestra vanidad. Todo ello santificado en nombre de la espontaneidad, del fluir en libertad, de la ley del ínfimo esfuerzo. En definitiva, lo que importa, es ser reconocido en nuestro pequeño círculo sin producir ruptura alguna. La trivialidad es hoy el nuevo norte, el verso complaciente, la literatura de comparsa. Que empobrecido se muestra así este mundo. Por suerte, en todas las épocas, perviven los que no se adaptan; aquellos que evitan aferrarse a un conservadurismo ramplón. Aquellos que en todo tiempo salvan a la poesía de los museos de cera.