“Siempre hay algo detrás de un libro con lo que no parece tener ninguna relación, algo invisible para el lector que ha ayudado a liberar el impulso inicial del escritor”.

Philip Roth

Si de algo peco cada día es de hacer de mis vivencias una historia por contar. Este extraño hábito me trae, en ocasiones, algún que otro problema. Recuerdo que, ya una vez, tuve diferencias al respecto con un gran amigo. Aquel día habíamos visitado juntos la Feria del Libro y tras dar por finalizado el recorrido nos sentamos a charlar junto a otro compañero de letras. Los comentarios vertidos, a lo largo de aquella agradable noche, dieron material suficiente para que yo escribiera al día siguiente una reseña que recogía cuanto había sucedido. Uno de los dos -no recuerdo bien quién fue- añadió una nota a mi publicación, destacando que yo no debería quejarme,  ya que por fortuna había salido bien parado ante  las opiniones allí emitidas acerca de los escritores del patio. Justo un año más tarde y con idéntico motivo, volvimos a coincidir los mismos contertulios. El primero comenzó a  criticar de nuevo con jovial y renovado entusiasmo. El segundo, siempre prudente, se apresuró a decirle “recuerda que con nosotros está David” Los tres comenzamos a reír por mi reconocida tendencia a narrar cualquier situación vivida con pelos y señales. Esta pequeña anécdota sirve para introducir en este punto a Philip Roth y su vinculación con Junot Díaz.

Un día de tantos, en los que yo me pierdo en una librería buscando novedades, y mientras estaba apoyado en una  columna curioseando el libro de Philip Roth, ¿Por qué escribir? Ensayos, entrevistas y discursos, se me acercó una señora y me preguntó si sabía dónde podía encontrar libros de Murakami. El modo en el que formuló la cuestión me hizo sospechar que pensaba que yo era un empleado del lugar.  He de confesar que me resultó gracioso, así que le fui a la zaga sin pensarlo dos veces y sin sacarla de su error le pedí que me  siguiera. De inmediato puse en marcha un amable tour y la llevé, entre estantes diversos, hasta ese gran escritor japonés amante del jazz, cuya obra ella estaba buscando. A la vez  yo me mantenía aferrado, en todo momento, al libro que tenía entre manos cuando se produjo el encuentro. Lo cierto es que tomé en serio mi papel de Virgilio entre libros y como buen guía fui consciente en ese instante, de que tenía el poder de conducirla hacia dónde yo quisiera. Y aquí reconozco en voz bajita, que con  ingenua malicia dirigí sus pasos hasta un ejemplar desconocido para ella, al menos hasta entonces: mi libro.

Hice un discreto elogio del mismo y le dije que había escuchado que  “Caleidoscopio” parecía gustarle a la gente, aunque su autor fuera casi un desconocido  Ella lo tomó y comenzó a hojearlo sin prisa. Debo afirmar y lo hago sin caer en vanidad, que las primeras líneas que leyó le causaron una grata impresión. Yo me aparté un poco por cortesía y ella siguió adelante, mirando algunos párrafos hasta que llegó a la solapilla y entonces se echó a reír al comprobar que yo era el autor. Me observó por unos segundos y dijo "voy a comprarlo bajo la condición de que me lo dedique". Yo le contesté que no había ningún problema, aunque le advertí de mi mala letra casi siempre ilegible. A pesar de ese detalle le confirmé que con mucho gusto lo haría. Compró el libro, estampé mi firma y le pedí, como favor personal, que anotara mi número de teléfono y me hiciera saber su opinión cuando lo leyera. Después de aquello yo volví a perderme entre volúmenes y pasillos.  Apenas unos minutos más tarde mi móvil sonó. El número era desconocido para mí. Descolgué y una voz de mujer se identificó con rapidez. Era la misma persona a la  que minutos antes había llevado hasta Murakami. Me explicó que quería hacerme un regalo y que volvería de nuevo a la librería solo para cumplir ese capricho. Me quedé muy sorprendido. Ella fue aún más concreta en su intención al decirme -Quisiera regalarle el libro que usted tenía en sus manos. La verdad es que disfruto  muchísimo regalando libros. La señora regresó y sin más lo compró para mí. Yo salí con el volumen dentro de su funda de plástico y al llegar a mi apartamento lo primero que hice fue comenzar a leerlo.

Me atrapó desde el primer momento a través de una exhaustiva descripción física y emocional  de Franz Kafka – todo cuanto me conduce a este autor llega a mí sin apenas esfuerzo – y fui avanzando por sus páginas rendido ante la evidencia de su buen hacer literario. No había leído nada suyo previamente, pero su forma de narrar me mantuvo en vilo. Sentí desde el principio una enorme fascinación, no solo por su agudeza mental sino por la innegable riqueza teórica que encontré en sus planteamientos. Por ese modo lúcido de exponer y la claridad con la que  aborda esa supuesta confluencia entre la vida personal de un autor y los personajes de sus novelas, cuestión que él niega y con la que  hasta cierto punto se muestra irritado en una de sus entrevistas. Hasta aquí, supongo que nadie ha logrado intuir en qué forma hará su aparición en escena Junot Díaz y lo cierto es que lo hace en este instante.

Pasé varios días literalmente sumergido en esta obra. Sentía un desmedido interés por seguirlo en cada una de sus propuestas. En un momento dado, en una de las entrevistas y  ante la pregunta concreta de qué opinión le merecía la ficción contemporánea estadounidense, el inicia su respuesta con las siguientes palabras: "Estoy de acuerdo en que ha sido una muy buena época para la novela en los Estados Unidos, pero no sé por qué. Tal vez la razón sea la ausencia de ciertas cosas. La indiferencia, si no el desprecio, del novelista estadounidense por la teoría <<critica>>.  La libertad estética sin los límites y la falta de humor de los ismos altisonantes. Una escritura no contaminada por la propaganda políticao incluso por la responsabilidad política. La ausencia de una <<escuela>> de escritura (…) En Estados Unidos no hay una estética a la que los escritores serios de ficción tengan que amoldarse¨.

Tras diversas consideraciones conceptuales, Roth se cuestiona qué tiene que ver en realidad la estética de la cultura popular en la obra de  escritores norteamericanos enormemente sólidos como John Updike, William Styron, James Baldwin, Norman Mailer, Eudora Welty o Paul Auster, solo por mencionar algunos de los más representativos. Su respuesta precisamente es que no existe tal modelo. No existe, según su propia afirmación, el menor parámetro al que los escritores de ficción deban responder. Y esta lista, ya de por sí larga, no acaba ahí sino que se prolonga y es en ese instante cuando menciona a unos cuantos escritores jóvenes, serios y dotados de gran talento haciendo referencia a Michael Chabon, Junot Díaz, Nicole Krauss, Maile Meloy, Jonathan Lethem y Nathan Englander. Al descubrir el nombre de Junot Díaz, puesto allí en relevancia entre tantos otros escritores de prestigio, me mostré sumamente sorprendido y a la vez orgulloso de que un autor nuestro fuera valorado a tan alto nivel.  Fue entonces cuando sentí un enorme agradecimiento hacia aquella señora, que como un duende, obsequió este libro a un autor desconocido, que tiene por costumbre hacer de todo aquello que le ocurre una historia.