Una de las grandes discusiones aún pendientes en el país se refiere al papel de la iniciativa privada en el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Lo cierto es que este debate ni siquiera ha comenzado. Y su importancia estriba en un hecho incuestionable. Todo el esfuerzo alrededor de este rol trascendental se ha limitado a los derechos empresariales, los que no siempre comporta un mejoramiento del clima democrático.
Como en casi toda la América Latina, en nuestro país las fallas del sistema de libre empresa no se derivan exclusivamente de la injerencia estatal, por mucho que ésta haya entorpecido en el transcurso de los años su desarrollo y crecimiento. Los defectos de nuestro muy peculiar régimen de libre mercado se deben también, y en gran medida, al propio sector privado. Responden a los predominios de grupos, a los oligopolios y castas empresariales que han explotado hasta la saciedad el paternalismo estatal, invocando para su provecho la intervención del gobierno en la economía, a sabiendas de que muchas veces los privilegios trabajan en contra del propio sistema y de las oportunidades de los demás.
La teoría de la capacidad instalada ha sido esgrimida no siempre por el Estado, sino por grupos empresariales para evitar de esta forma la competencia o preservar irritantes concesiones. Y vale peguntar: ¿Cuándo esas concesiones se reflejaron en el mercado, ya sea mediante un mejoramiento de los precios y de la calidad de los productos o mediante un incremento de la oferta? Es preocupante la tendencia a ver en toda denuncia de la especulación, el enriquecimiento rápido y desmesurado derivado de cierta actividad comercial o empresarial, una actitud contraria a la libre empresa, cuando por el contrario la fortalece.
La realidad es que las prácticas de esa naturaleza conspiran efectivamente contra un régimen de libre comercio.