El gigantismo estatal, que en la administración anterior alcanzó su máxima expresión, estrangula el modelo de libre empresa en beneficio de pequeñas y privilegiadas elites que obstaculizan el desarrollo nacional. Estos grupos tuvieron mucho éxito en propiciar alianzas con la burocracia gubernamental, pero a menos que las oportunidades no sean las mismas para todos los agentes que intervienen en la vida económica de la nación, sólo podríamos ufanarnos de la existencia de un capitalismo de Estado. Un régimen híbrido que le ha dejado al país un penoso legado de corrupción e ineficiencia, con un altísimo costo moral, social y económico.
Lo que en verdad necesitamos es una mayor dosis de iniciativa individual, tanto en la economía como en las demás facetas del quehacer cotidiano. Los mercados bien abastecidos han sido siempre aquellos dejados en situaciones normales a la libre competencia y a las fuerzas naturales del mercado. La experiencia mundial ha demostrado hasta la saciedad que las economías centralizadas o cualquiera de sus hijastros generan estrechez y pobreza. Constriñen el desarrollo y degeneran en el planeamiento de la vida ciudadana.
También es cierto que una economía de mercado sin restricción alguna impide la justicia social. En la práctica ambas se asemejan. De manera que requerimos de un modelo intermedio para garantizar el principio de la distribución del poder y propiciar oportunidades más equitativas dentro de un sistema de libre concurrencia. La pronunciada presencia del gobierno en la actividad económica sin la debida regulación, genera una relación ventajosa para minorías con los resultados que todos aquí conocemos. Y ese es un fenómeno que crece en detrimento de una sana actividad económica y que el gobierno actual parece querer subsanar con un acercamiento directo a los productores en los contactos semanales del Presidente.