Escribir historia o historiología en la década del 40, y aun más, en la convulsionada década de los 60, implicaba y todavía hoy implica un reanálisis de la narrativa extra-académica y liberal, que como ritmo se impone en el registro asumido por el poeta, historiador y testimonialista.

¿Se podría decir que las Tres leyendas de Colores se escriben desde la épica y la historia?

Lo que revela el marco de las Tres leyendas… es la cardinal de las rebeliones en los tres momentos o ejes de relato: Roldán, Enriquillo y un negro o el negro. El ritmema “una rebeldía”, ligado a la resistencia humana y social de tres representantes de etnias en el insulario caribeño, tiene sus efectos como campo de fuerzas y dispositivo responsivo.

Ahora bien, la escritura histórica de Pedro Mir se convierte, en proceso, en épica, memoria e historia, organizándose también en relato de formación, origen y conflicto social. Esta línea de inscripción acelera, según Mir, una crisis que en la insularidad crea sus respuestas y búsquedas en movimiento con la alteridad. Escribir supone también evocar, pensar  desde el testimonio; averiguar y a la vez plasmar el punto, la ocurrencia como representación.

“La Edad Media estaba liquidada. Las doctrinas de Maquiavelo van a entrar en vigor y todo tiende a la concentración de las autonomías populares. Pero la época del municipalismo estaba muy próxima, separada de la época, precisamente, por esa línea de frenesí que es el descubrimiento. Por consiguiente, conservaba toda su lozanía y frescura. Y fue así como después de haber navegado extrañamente, haber espantado las gaviotas aborígenes y haber descubierto las nuevas tierras, el viejo municipio español alisó sus arrugas, despejó sus achaques y se echó a rejuvenecer deliberadamente, en ocasión de un nuevo sol y un nuevo aroma de vida, como un tropical grumete barbilampiño que acaba de grabarse un tatuaje…” (p.139).

Este cuadro narrativo abre la perspectiva de un análisis isleño, toda vez que visualiza una práctica de revisar la historia del Nuevo Mundo a través del viaje y la formación de lugares reales. Si el historiador habla desde el ángulo de la reciente institución política, social o humana, todo ello implica pensar el sujeto histórico. “Roldán viviente” es un capítulo que presenta la contradicción, luego de que el almirante parte a la metrópoli. Su hermano don Bartolomé Colón y Diego Colón saben que el negocio es importante y facilita la empresa. La Isabela es un punto para arrancar con necesidades económicas. Pero las humanas son también importantes, pues como señala Pedro Mir:

“Aquello no es una línea de los colores ni mucho menos. Es toda una municipalidad consciente. Es el primer cabildo del Nuevo Mundo”. (Op. cit. p. 142)

Mir es puntual en este marco de relato y realidad. La línea explicativa se sostiene sobre la base de la doxa crítica abierta:

“En medio de este proceso se siente un descontento que avanza como una epidemia. El hambre arrecia. Las enfermedades avanzan como el descontento. Estamos a principios de julio de 1496. Al fin sobre el horizonte aparecen unas carabelas que traen cosa de interés. Las capitanea Pero Alonzo Niño. Traen comida. Además carta del almirante con instrucciones de que el Adelantado envíe los indios que hubiesen participado en la muerte de algún colono y de fundar una ciudad cerca de las minas de San Cristóbal recién descubiertas. Don Bartolomé empuña 300 indios y 3 caciques. Los hace virtualmente responsables de las bubas o el mal francés napolitano o español y los despacha en las carabelas, (“oro es lo que vale” dirá Pero Alonzo Niño críticamente). Parte entonces a fundar, cerca de la torre del oro, como llaman a la Fortaleza de San Cristóbal, una ciudad primada, en la costa sur, orillas del Ozama…,” (p. 142, op. cit.).

Pero  vida y geografía van de la mano en la colonia. Nuestro autor fabula históricamente, pues allí encuentra espacio, poesía y leyenda, tres elementos que justifican el cuerpo de su escritura en Tres leyendas de colores. Si leemos atentamente el título en cuestión podríamos preguntarnos, ¿cuáles son los colores de las tres leyendas más abarcantes en el libro? El cuadro real e imaginario que apoya la explicación en este libro es justamente la incertidumbre económica, geográfica y fundacional. Al insistir Pedro Mir en la metáfora, la alegoría, la amplificatio como figuras  retóricas del relato o la escritura histórica, todo el tejido imaginario se expande en los cauces y vientos de la misma historia colonial, donde oro, poder y tierra fueron los grandes valores predominantes que determinarán  la pobreza, el hambre, el cuerpo putrefacto de una memoria que más bien era vil memoria de arzobispos, gobernadores, capitanes y dueños de hatos.

Pero es útil señalar en este recorrido alegórico, histórico y emblemático lo que con elegancia figural nos narra poéticamente el autor de estas Tres leyendas…:

“Don Diego queda en La Isabela sumido en una oración que sale de sus labios como el humo de un profundo cigarro. El humo sube lentamente, forma volutas azulosas y se pierde más allá de las nubes, cargado de pecadillos precoces y rosados. “El común” mira a Don Diego con un millar de ojos de acechanza. Entonces el humo sube con mayor rapidez…” (p.142)

En efecto, lo legendario tiene aquí registro novelesco pues:

“El hecho de que el Adelantado elija las orillas del Ozama para fundar su ciudad que va a ser capital de la isla y, siquiera un instante, capital de todo el Nuevo Mundo, tiene su pequeña historia romántica…” (p.143)

¿Cuál es aquella historia que también tiene visos y resortes de picaresca? ¿Cómo narra Mir este cuadro al óleo deleitoso desde una prosa literaria trabajada por combinaciones sintácticas y estilísticas equilibradas y sobre todo de una limpieza cautivante?

“Un tal Miguel Díaz se mete en pendencia de navajas, con un compatriota. Como es un terco aragonés y el otro no acata razones, pues, ensoberbece “a la española” y acaba por darle cuatro o cinco navajazos. De momento no sabe qué carácter tienen las heridas. No es necesario.  La horca isabelense  es lo bastante solícita como para no esperar. Decide emprender la fuga. Cuatro o cinco compañeros, hartos de pasar calamidades y miserias, se echan con él por los montes. Evitando las cordilleras tuercen el extremo oriental de la isla y se establecen en la costa sur, a orillas de un río placentero. El gran Miguel se enamora de una cacica. La cacica responde a las solicitaciones de la técnica (sic) europea y acaban por tener dos mesticitos primorosos y rotundos” (Ibídem. loc. cit.).

La descripción estilísticamente limpia y sin tropiezos de escritura no impide leer el trasfondo de una aventura al estilo de Cervantes, Charles Dickens, Joseph Conrad o García Márquez. Los períodos cortos y mesurados, puntualizados como descripción, admiten el fraseo compuesto, lo que da lugar a un fraseo de sintaxis simple y de sintaxis compuesta. Ambos fraseos crean un ritmo particular en la prosa de Pedro Mir que hace agradable y a la vez asequible su contenido .

La aventura de Miguel Díaz no se detiene en supuestos legales condenatorios. La misma avanza hacia su contenido:

“Un día la cacica, mientras el pálido consorte disfruta la hamaca, le regala el oído con el informe de que a siete leguas de allí hay oro en abundancia. A Miguel le revuelve la siesta y se plantea en La Isabela. Se conduce allí con todo recato. Sondea el terreno. Acaba de ser recibido por Don Bartolomé de quien ha sido criado. Porque estos criados tienen un gran destino en las nuevas tierras. Don Bartolomé lo perdona generosamente en virtud del oro y decide averiguar la verdad de la aventura. La india va a recibir en premio el bautizo, el marino y el lindo nombre de Catalina” (Ibídem. loc. cit.).