Tenía todo el día sentado en el escaño de hierro ubicado frente al lago. Con la luz del Sol la superficie serena tomaba un oscuro color azul marino que insinuaba profundidad, pero ahora, de noche, lo único que permitía diferenciar al lago del pasto que lo rodeaba era la luz de la luna que se reflejaba como perlas sobre el agua.

Ya no volaban las mansas gaviotas, no se escuchaban las voces de vendedores ambulantes en el parque, ni se veían pasear abrazados a los enamorados. Tan sólo estaba él sentado en el escaño, en aquella calma solemne tan particular, antiquísima pero siempre virgen. Del frío que hacía era evidencia única la manera en que su palma derecha apretaba con fuerza el pomo de su bastón.

El frío le indicaba que se acercaba el momento. Hubo mucho frío la primera vez.

Encendió un cigarrillo. Hacía veinticinco años que no lo hacía, tuvo que renunciar a él por sugerencia del doctor e imposición de su mujer. Pero al doctor tenía mucho tiempo sin verlo, y su mujer dormía bajo un hermoso rosal desde hacía más tiempo aún. Cuando se apagó el último cigarrillo que fumó se prometió a sí mismo que volvería a encender otro en el momento que supiera con certeza que estaba apunto de morir.

Esta es una escena pretérita que se repite. Aquí y así había estado antes, consciente de su proximidad a un momento trágico, fumando, sentado frente al lago. Sabía lo que pasaría. Sabía que sería pronto. Y sólo él lo sabía.

Hacía más frío. Algo que nada tenía que ver con la temperatura lo hacía temblar.

En el centro de la planicie en la que consistía la superficie del lago, empezaron a surgir burbujas premonitorias.

Ha llegado el momento.

Mientras asciende desde el fondo del lago un ser poseedor de misteriosa hermosura, el lago sufre las metamorfosis más increíbles y llamativas. Anillos de luz se dibujaron a su alrededor en el agua, hondas lúdicas e inteligentes. Aquel escenario hechizante era digno de ser presenciado por todo ser humano. Duchos en los más disímiles y lejanos afanes se verían obligados a abandonar sus cotidianos y banales debates para admirar su esplendor.

Por supuesto que todos la conocerán un día, se recuerda, de manera personal y sin excepción… A este ser polémico y lírico, se le llama muerte.

La muerte entonces, llamémosla por su nombre, se catapulta sobre las aguas del lago con altivez y elegancia, flota durante segundos sobre él y luego desciende unos centímetros, hasta que las puntas de sus pies tocan la superficie, regresándola a su estado anterior, oscuro y templado.

Sí, eran pies. Tenía forma humana. Era mujer.

Estaba listo para entregarse a ella, ya no temía… Pero primero debía investigar algo. Antes de morir, debía entender lo que sucedió en su primer encuentro, en este mismo lugar, años atrás.

Debía saber por qué había permanecido vivo.

Se acercó lentamente a ella, y ella a él. Luego permanecieron inmóviles, uno frente al otro. Fue ahí cuando supo cómo comunicarse con ella. Descubrió que al contemplar su rostro directamente podían llevar una entrevista donde las preguntas y respuestas estaban hechas de silencio. Un silencio formidable, colosal, sustancial y amargo.

Tenía sentido que se valiera del silencio para comunicarse. El silencio es el verdadero lenguaje universal. Era un acto iconoclasta, que desconocía cualquier imposición del modelo social, como lo eran las inquisiciones verbales.

En silencio se lo contó.

Le contó que lo amó.

Se enamoró de él y le permitió vivir no por piedad, sino en un egoísta capricho suyo, pues sólo si permanecía vivo regresaría a ella una nueva vez.

Y la muerte lo besó. Fue un beso impetuoso y flamante, pero no fue sino cerca del final donde empezó a sentir los cálidos pliegues de otros labios contra los suyos, y que el cuerpo que lo besaba cobraba volumen y se volvía palpable.

Hacía demasiado frío.

El beso finalizó, y él abrió los ojos para encontrar que la muerte había transformado su figura y era ahora un fantasma carnal. Pero no había adoptado cualquier figura, sino la suya. Había absorbido su imagen.

Era como si se mirara en un espejo. Veía a su reflejo retirarse al lago y descender hasta encontrarse debajo de la superficie. Veía cómo desaparecía el lienzo imperfecto de un hombre triste. Su propio lienzo.

Era testigo de cómo se perpetuaba la leyenda que tantas veces le contó su padre, y a su padre el suyo. Era el único testigo de que la leyenda era cierta. El era la leyenda.

Cuando amanezca, volarán las mansas gaviotas, se escucharán las voces de vendedores ambulantes en el parque, y al pasear abrazados los enamorados quizás pisarán los restos de un cigarrillo, sin saber a quién, o a qué, le perteneció.