Señores, cuando un servidor de ustedes era pequeño y estudiaba en las Españas Imperiales de Franco, existía un eslogan, -entonces se decía lema o consigna, nada de palabras en inglés- que resumía toda una filosofía educativa muy peculiar: ¨ la letra, con sangre entra ¨ y el mismo se aplicaba en casi todos los centros educativos del país en aquellos duros entonces.
Recuerdo que teniendo siete u ocho años, aún en plena posguerra, asistía a un pequeño colegio del que doña Rosa, su directora, aplicaba tan simpático método pedagógico a sus alumnos cuyo rango de edad oscilaba entre los siete y quince años, y que estábamos todos juntos y revueltos en una misma aula. Al lado de su gruesa mano, que nunca olvidaré mientras viva, tenía una caña tan alta que tocaba el techo y de un par de pulgadas de grosor, con una abrazadera metálica de unas tres o cuatro pulgadas en su extremo superior.
Cuando un estudiante hablaba o se distraía en cualquier tontería, dejaba caer la caña sobre su cabeza y…¡zas!, santo remedio, el muchacho se callaba y atendía, y con frecuencia lloraba y sangraba. A otros que no se sabían la lección los ponía de rodillas con dos libros en los brazos abiertos y cuando estos bajaban por el cansancio, la caña también bajaba ¡zas!. Otra variante de este método era colocar unos garbanzos duros como piedras entre las rodillas y el suelo hasta que uno no podía más los retiraba y ¡zas!, la bendita caña caída como lluvia del cielo ¿les parece ficción? Pues esperen.
A Manolín, un compañero travieso, hecho de la misma piel del diablo, doña Rosa lo perseguía por los pasillos para aplicarle uno de sus peculiares castigos en pago a alguna de sus travesuras, y mi amigo antes de caer en sus manos prefirió tirarse desde el segundo piso al patio de la escuela, ayudado por un paraguas abierto a modo de precario paracaídas, que por cierto se desintegró en tan corto vuelo espacial. Lo llevaron al dispensario y por suerte solo quedó en unos buenos moretones.
Seguimos, en otro colegio y con unos pocos años más encima, vean como aprendíamos las conjugaciones en latín con el profesor don Vitorino. El nudillo de su dedo índice de la mano, corto duro y peludo, apuntaba sobre la cabeza del estudiante, ¡vamos, declina Rosa-Rose! Y uno comenzaba…nominativo rosa…acusativo rose…dativo…si fallabas ¡ zas ! golpe de nudillo en el ¨caco¨…ahora el ablativo…¿se te olvidó?…!zas! otro más…el acusativo…¿no lo sabes? ¡ zas! así hasta el genitivo, ahí se acababan las conjugaciones y los nudillos, y comenzaban entonces las lágrimas y los dolores de cabeza .
El sistema para aprender los reyes godos con don Francisco aún era más divertido, estos señores, los reyes, eran nada menos que 33, con unos nombres horrorosos y había que sabérselos todos y de memoria. Uno cogía impulso y comenzaba a recitarlos… Alarico… Recaredo…Wamba… Ataulfo… Rescesvinto… Chindasvinto… Sisenando…Atanagildo…Teudiselo…Witeric… con suerte llegabas hasta el número dieciocho o veinte y por cada uno que faltaba recibías de regalo, un buen reglazo en la mano extendida o con los dedos juntos mirando hacia arriba, según el humor del verdugo, que e iba recitándolos en voz alta y atemorizante. Y si uno retiraba la mano, entonces eran dos golpes los que recibías, mirándolo con un odio acerado y cuidando las lágrimas para que tus compañeros no te calificaran de cobarde.
¿Qué les parece? Ahora, si uno le da un simple y merecido "tabanazo " a un estudiante, le caen arriba las asociaciones de padres, le gritan los de los Derechos Humanos, le llevan a los tribunales acusándolo de maltratos, le someten a las pruebas de un piscológo clínico, y de milagro no acaba en Najayo junto a los grandes criminales del país. El mundo de la enseñanza ha cambiado drásticamente. Por suerte!