No debe caber duda de que la situación por la que atraviesa la JCE empaña y pone a peligrar la necesaria legitimidad de su gestión con la que debe llegar acompañada a las elecciones del 20 de mayo del 2012. No se trata de un asunto sencillo, pedestre o pasajero. Es un asunto serio, complejo y que, dado el nivel que ha alcanzado el conflicto, no va a resolverse en breve tiempo, dejando secuelas de difícil manejo en el futuro inmediato.
Si el problema hubiese llegado desde fuera, la JCE pudiera defenderse aduciendo con razón que el asunto no ha sido cosecha de sus acciones. Pero la realidad, lamentablemente, indica que el problema surgió de la propia acción del órgano electoral, que fueron determinados jueces los que al fin y al cabo crearon con sus declaraciones e iniciativas una situación que estimuló el conflicto. Siendo así, es claro que, independientemente de que los partidos, el empresariado y la propia sociedad civil, se interesen por resolver los conflictos, corresponde a la JCE empujar a los actores –incluidos los propios jueces- a la búsqueda de una solución, siendo la propia JCE el órgano que debe, cuanto antes mejor, plantear soluciones prudentes y realistas para resolverlo. Esta tarea es su simple responsabilidad y no debe ser vista como la consecuencia de la pertinaz necedad de organizaciones civiles o partidos interesados en dañar al órgano electoral.
No creo que nadie ponga en duda el interés del Presidente de la JCE en que el certamen electoral del próximo 20 de mayo/2012 se realice de manera eficaz y transparente. Pero también parece claro que muchas acciones del Presidente de ese organismo aparecen en la opinión pública no como el producto del consenso legítimo del organismo, sino como el fruto de su afán protagónico. En la práctica es obvio que esto empaña, como dije antes, los propios y legítimos objetivos del Presidente de la JCE, al suplantar a sus colegas en lo que deben ser decisiones lo más consensuadas posibles. Por ello no es de extrañar que en los medios de opinión publica surja la suspicacia, tampoco es motivo de asombro que los partidos de oposición teman la existencia de una conspiración que les afecte.
Y digo los partidos de oposición porque torpemente desde la mayoría congresional oficialista surgieron voces que, ante el asomo del conflicto, alinearon posiciones de apoyo a la JCE como si de una lucha electoral entre partidos se tratara. Al punto de que cuando realistamente algunos senadores del partido oficial plantearon que si el motivo del conflicto era la permanencia de un determinado funcionario al frente de las instancias técnicas responsables del procesamiento de datos, dicho funcionario debía sencillamente renunciar. Pienso que lo dijeron como políticos y con la mejor intención. La reacción a este planteo fue la orden del silencio por quien preside la Cámara de Senadores. Algo absurdo, puesto que estos senadores tienen igual derecho que el Presidente del Senado a expresar una opinión, y lo que es peor, es indicativo de un estilo de dirección y relacionamiento de la bancada senatorial en manos del partido oficial, que niega el mínimo canon democrático y constitucionalista que debe ordenar el trabajo del principal poder del Estado.
En el fondo el asunto parece ser bastante sencillo: ningún resultado electoral gozará del apoyo del conjunto de la población, de sus grupos de poder e instituciones públicas o privadas, en torno a las cuales se articula lo que pudiese llamarse la construcción de la moralidad pública, vale decir, la legitimidad del orden político, si esos resultados nacen bajo la sospecha de que el organismo técnico encargado de producir las informaciones que los producen y anuncian, es objeto de cuestionamiento, sobre todo por parte del principal partido de oposición. De ocurrir esto, sencillamente esas elecciones y el gobierno que de ella surjan enfrentarán graves problemas de legitimación que pondrán en duda la diafanidad y existencia misma de nuestro ordenamiento democrático.
De aquí la necesidad no sólo de producir una solución consensuada del conflicto, sino sobre todo inteligente y realista. Si como interpretan algunos jueces de la JCE se asumiera el camino de una solución aritmética y se dijese: como más de la mitad de los partidos reconocidos no tienen problemas con el funcionario de cómputos cuestionado, la decisión de la JCE es mantener a dicho funcionario en el puesto con todo lo que esto implica. Esa sería una torpe e inviable solución, puesto que no solucionaría nada, profundizando por el contrario el problema ya que el cuestionamiento continuaría y la realidad es que la mayoría de los partidos reconocidos por la JCE son simplemente satélites de las dos principales fuerzas políticas, sobre todo de la que ocupa el poder central. Los mismos por si solos no definen mayorías pasibles de alcanzar el poder, salvo claro está, que a esta idea se sumara el partido oficialista. Esto último, de así ocurrir, ahondaría a su vez la crisis, produciendo un serio cuestionamiento a la legitimidad de la JCE como organismo capaz de dirigir el certamen electoral del próximo 20 de mayo/2012, ya que la convertiría en un campo de disputa de las dos fuerzas políticas principales enfrentadas en el presente torneo electoral. De las cosas moverse por ese camino las elecciones del 2012 estarán no sólo condenas en su legitimidad, cualquiera fuera su resultado, sino encaminadas a desatar una grave crisis política.
Nada peor para la JCE que la partidarización del conflicto entre una camada de organizaciones más o menos oficiales que defienden a jueces específicos del organismo electoral, entre ellos su Presidente, y otra camada partidaria que defienda la parte restante de los jueces, aunque estos sean minoría. Por esta vía se va al despeñadero.
El camino correcto parece ser entonces el del consenso. El Presidente de la JCE tendrá que sacrificar posiciones, el partido oficial deberá despartidarizar el conflicto y asumir una actitud de diálogo sin amenazas y la oposición tendrá igualmente que ceder en ciertos puntos, todos en un objetivo común: construir un clima legítimo en el que los resultados de las elecciones del 2012 se hagan creíbles y los mismos sean aceptados por perdedores y ganadores.
No puede perderse de vista un asunto clave que este conflicto es una sencilla muestra de nuestra fragilidad institucional, del nefasto procedimiento mediante el cual los jueces son elegidos a voluntad de los partidos, siendo la mayoría senatorial de turno la que impone su voluntad. Por lo demás, esta crisis también muestra otra cara endeble del estado de derecho: una nueva constitución (2010) rearmó el marco institucional de las elecciones al fraccionar su órgano de gobierno en dos mecanismos, una junta electoral y un tribunal contencioso. Pero resulta que las presentes elecciones se están armando todavía sin la reforma de la ley electoral que esta nueva ingeniería institucional exige y sin el tribunal electoral que debe manejar los conflictos. A resolver este tipo de problemas es a lo que debe dedicarse la JCE, como también a dar seguridad a la gente sencilla, pero también a los partidos, de que se actuación será transparente, justa e igualitaria, dando así garantía de resultados electoral creíbles en el 2012.