Con ánimo de provocar conflicto cognitivo en mis alumnos de Teoría Literaria he dicho con toda la autoridad del mundo que la lectura no es un placer, sino que es una actividad compleja que requiere enorme esfuerzo intelectual, emocional y físico. Esta vaga idea de que “leer es un placer” viene montada en una cultura hedonista y pragmática que nada tiene que ver con lo que podemos llamar una lectura académica o profunda de un texto o de la realidad misma.
La primera vez que escuché esta falacia fue en bachillerato, un pésimo profesor de literatura quería motivarnos, como jóvenes imberbes que éramos, al disfrute de la lectura de textos literarios (cuentos, novelas, poesía, drama). A partir de esta premisa se desarrolló un desinterés generalizado por la obra literaria en la medida en que se incrementaba la complejidad de los textos. En ese tiempo encontrábamos gusto por los cuentos de Bosch, pero no así por los relatos largos de Cortázar o por la intertextualidad intelectual de Borges o las parsimoniosas y exuberantes descripciones de Proust. Si dependemos del gusto o del placer para darle valor e importancia a una actividad tan compleja como la lectura de una obra literaria, no avanzamos como individuo ni como sociedad. ¿Por qué?
Es una verdad de Perogrullo aducir que hay distintas lecturas y modos de realizar esta actividad intelectual. De todas maneras, la lectura es un esfuerzo mental de construcción (por decodificación y síntesis) de sentido. Cuando se lee un texto se interactúa con él, se lleva a él todo lo que uno posee como conocimiento previo y reconstruimos semánticamente lo que Paul Ricoeur denomina “mundo del texto” o “cosa del texto” a partir de Gadamer. Esta interacción-reconstrucción semántica de lo que el autor plasmó en el texto por sí misma no produce ningún placer; lo que produce placer o gusto estético es el desciframiento del juego estético en la obra literaria y esto es llevado a cabo a partir de la actividad lectora, claro está, pero no es la actividad lectora por sí misma la que lo produce.
Lo que quiero señalar es que la actividad lectora, más que la lectura o la comprensión lectora, solo produce el goce estético si hay un componente reflexivo sobre la obra de arte. Este resultado reflexivo es consecuencia de una “ratio” y no efecto directo y único de un “pathos”. Es evidente que la obra literaria hace un uso estético del lenguaje, procura producir una belleza que capte el interés del lector; pero quedarnos en este punto de inicio o enarbolar esta estrategia de captación del interés como objetivo último de la actividad de leer, hace más daño que bien. Por eso escuchamos frecuentemente que leer es aburrido. Si somos francos, los únicos a-burr-idos son los que no son capaces de reconfigurar el mundo semántico construido por la obra literaria y descubrir su conexión y clarificación con el mundo de la vida.
En este sentido, ninguna obra literaria es aburrida o no produce placer; tanto uno como el otro son efectos de la incapacidad del lector para interactuar con el texto y su complejidad. En esa interacción semántica que posee la actividad lectora es más fácil colocar la culpa en el texto que en la imposibilidad del lector para pensar.
Me he referido a la obra literaria porque pensamos que su fin último es producir el goce estético. Esta idea debe irse desmontando de nuestro imaginario y colocarla en su justo lugar que no es el de baremo para medir la calidad de la construcción imaginaria.
La lectura es una actividad compleja que exige un enorme esfuerzo intelectual y emocional, además del espacio de silencio y de voluntad personal para llevarla a buen término. La actividad lectora es un trabajo en el sentido en que produce fatiga la realización del esfuerzo tanto físico como intelectual. Como sucede en la vida cotidiana, el placer no está en el trabajo per se, sino en lo que se obtiene a partir de este. Ciertamente, la buena realización de una actividad cualquiera rinde sus frutos, se obtienen determinados bienes, contemplarlos y saber que ha sido logrado bajo la forma justa y recta es productor de satisfacción.