La buena comprensión lectora es clave para el aprendizaje autónomo y por tanto es una competencia esencial a ser desarrollada a plenitud por las instituciones educativas de todos los niveles. La formación académica debe empoderar al estudiante a seguir desarrollando  su capacidad de comprensión de textos, imágenes, gráficas y otras formas simbólicas de comunicación durante toda la vida y por cuenta propia. No hacerlo significa limitar severamente el potencial del sujeto, negándole la oportunidad de continuar su crecimiento integral más allá de las aulas, así como la capacidad de expresarse por signos de manera óptima.

Lo primero a tomar en cuenta para desarrollar al máximo la competencia lectora es que cada texto requiere ser abordado de manera particular, de acuerdo con su naturaleza y contexto. Saber leer no es hacerlo de manera uniforme sin importar el texto en cuestión. Leer todos los textos con la misma técnica es el error más común, aun entre personas letradas (en el sentido de que dominan la mecánica de las letras), siendo éste con frecuencia el origen de graves malentendidos. Es muy peligroso creer que se comprende lo que se lee cuando en realidad no es así. Pero resulta que en nuestras escuelas y universidades ponemos poco esfuerzo en capacitar a los estudiantes a discernir entre los diferentes tipos de textos y a utilizar diferentes técnicas de lectura.

Elena  Álvarez Mellado explica por qué no podemos leer la mayoría de los textos literalmente: “Resulta que buena parte de lo que expresamos cuando hablamos no describe al pie de la letra la acción que ocurre, sino que lo hace de forma figurada. Subirse por las paredesponerse las botastirar la toallaestar hecho polvopartirse de risatomar el pelo. El habla cotidiana está cuajada de giros, exageraciones y frases hechas cuyo significado no es igual a la suma de los significados de las palabras que los componen. Los chistes (y también no pocos disgustos de los estudiantes de castellano) se nutren en buena medida de estos dobles significados no evidentes.”  Reducir el texto al valor individual de las palabras que lo componen es prácticamente imposible y sobre todo riesgoso cuando ya ni siquiera el adverbio “literalmente” mantiene estrictamente su sentido literal. Las palabras y los giros idiomáticos viven en constante evolución, complicando la tarea de descifrar un sentido literal del texto aun en las mejores circunstancias. Contexto, género,  tono, y otros matices propios del lenguaje mismo cambian el sentido de las palabras y las frases, pero también múltiples fuerzas externas actúan sobre el texto para darle mayor complejidad.

La lectura de los libros sagrados ilustra las grandes variaciones que existen en los textos que los integran. Por ejemplo, cuando en el libro de Éxodo del Viejo Testamento de los hebreos dice “no matarás” y “no hurtarás”, es evidente que el sentido es literal y no figurativo. Sin embargo, nadie toma al pie de la letra las palabras de una traducción al español  del salmo que dice, “Los pueblos se han hundido en la fosa que abrieron, su pie quedó atrapado en la red que ocultaron”. Es evidente que los pueblos no tienen pies en sentido literal, y que la fosa que han abierto es figurativa. Pero no siempre es tan simple determinar si el sentido de un pasaje es literal o figurativo como en los anteriores casos.

Grandes obras de la literatura universal han sido escritas para esclarecer el lenguaje figurativo de los libros sagrados, como es el caso de la Guía de los perplejos, escrita originalmente en árabe en el siglo XII por el médico y filósofo Maimónides (Moshé ben Maimón). El rabino sefardita cordobés explicó en su momento el propósito de su clásica obra en los siguientes términos: “Dar luz al hombre piadoso que fue educado para creer en la verdad de nuestra Santa Ley, el cual conscientemente cumple sus deberes morales y religiosos, y, al mismo tiempo, ha seguido con acierto y aprovechamiento el estudio de la filosofía. Tiene también esta obra una segunda aspiración: Procura aclarar ciertas metáforas oscuras que se hallan en los Profetas, y que algunos lectores ignorantes y superficiales toman al pie de la letra. Aun las personas bien informadas quedarían perplejos y se confundirían si entendieran estos pasajes en su sentido literal; empero, se sentirán por completo aliviados de su confusión y perplejidad cuando les expliquemos las figuras o simplemente les indiquemos que las palabras se emplean en sentido alegórico.”

Para empezar hay que entender que lo que los cristianos llamamos “la Biblia” es un conjunto muy extenso de textos diversos, escritos originalmente en varios idiomas diferentes y que la preponderante mayoría de nosotros lee en una de muchas traducciones existentes, como es el caso de la mayoría de los libros sagrados de todas las culturas. Cada texto hay que abordarlo en su contexto y aprovechando las claves que cada autor nos revela para descifrarlo, leyendo “lateralmente” en lugar de literalmente.

La educación clásica liberal expone al estudiante a una gran diversidad de textos precisamente para desarrollar la capacidad de procesar su contenido con el máximo provecho. En lugar de leer los textos de manera literal, hay que practicar la lectura “lateral”, haciendo las preguntas pertinentes sobre la naturaleza y contexto de cada pasaje, y pensar lateralmente su contenido para sacar máximo provecho a cada texto. Las instrucciones para ensamblar un mueble de IKEA (sin palabras) es obvio  que no pasan de lo “literal” y concluyen cuando el objeto ensamblado cumple su función; los Salmos bíblicos no debemos leerlos en su conjunto literalmente, aunque quizás algunos pasajes se presten para esa entre otras lecturas. Precisamente porque resisten ser leídos literalmente, seguimos leyendo los salmos durante toda la vida, encontrando nuevo sentido con cada lectura “lateral”. A la escuela le toca la tarea de asegurar que cada estudiante desarrolle la competencia de la lectura lateral para poder seguir aprendiendo durante toda la vida.