Hegel. La dialéctica del amo y del esclavo, publicada en 1807 por Hegel en la Fenomenología del Espíritu, expone un polémico pasaje del pensamiento occidental en una obra que su autor definió como “verdadera ciencia de la experiencia de la conciencia”.
En ella, la lucha a muerte resulta ser el momento crítico en la gestación del yo o espíritu aún subjetivo que busca su independencia dentro de sí mismo y alejado del mundanal ruido de la historia.
Pero por ese contrapunteo entre subjetivo y objetivo, nada impide discernir la verdad inherente a la lógica del reconocimiento en el mismo contexto caribeño en el que Hegel pudo conocer esclavos de carne y hueso liberándose de amos tan reales como ellos mismos. Fue eso precisamente lo que expuse en las experiencias históricas de Haití, República Dominicana, Cuba y el resto del Caribe insular independiente, antes de reconocer allí figuras fenomenológicas semejantes a las que Hegel distinguió en su tiempo en Europa.
De ahí esta conclusión: la subjetividad de cada yo individual se forma y madura como hechura y soporte psicológico independiente de lo que realmente acontece en el mundo objetivo de los eventos históricos.
De nada vale la experiencia de cada yo singular si al final de su vida se descubre como mero peón de alguna concepción; sobre todo, porque el reconocimiento de ese concepto y de sí mismo como su exponente finalizan inexorablemente abandonados al inexorable paso del tiempo, y con éste, de la historia humana.
Tal afirmación reconoce que la subjetividad no se reduce a la objetividad, ni viceversa, pues la relación que Hegel concibe entre las sucesivas figuras de la conciencia en formación y sus respectivos contextos contrapuestos en el mundo objetivo, sólo llegan a interactuar entre sí en el momento final en que lo subjetivo y lo objetivo son superados (Aufhebung: conservados y suprimidos al mismo tiempo) en su propia Idea absoluta.
El dilema. Llegados a ese punto, sin embargo, resulta imprescindible hacer un alto final y plantear la disyuntiva filosófica fundamental que surge ahí. Parafraseando al Hamlet de Shakespeare, pero con los ojos puestos en la filosofía hegeliana:
(“To be…”) Si lo que Hegel concibe en su sistema es verdadero, hay que entronizar la metafísica y retomar el verbo ser de manera que ocupen la posición que la Lógica hegeliana les otorga. A partir de ese momento el sujeto consciente abandona su indefinición e indeterminación entre el cielo y la tierra, el bien y el mal, la naturaleza y la tecnología, lo sublime y lo ridículo, el pasado y el futuro, pues deja de estar entre los hombres y tarde o temprano deviene un ente más suprimido por el Concepto que inexorablemente lo supera;
(“…or not to be.”) Si cada situación histórica es única y su contexto es “uno del hecho indeleble y universal de ser libres” como decía Octavio Paz, cada hombre y mujer define el movimiento de su conciencia y de su actuar, de manera tal que la conclusión que resulta es incuestionable: no somos esclavos de la lógica. El pensamiento y la autoconsciencia ocupan una posición estelar y son determinantes cuantas veces se manifiestan de forma singular como actos sublimes de una Historia de Libertades, tanto en la vieja Europa, como en el Nuevo Mundo, el Caribe incluido, y en el resto de la geografía universal.
Posición. Ante esa disyuntiva concluyo: no somos esclavos de la lógica. Cada sujeto humano es libre. La historia no está escrita y no lo está ni puede estarlo porque no es sierva de lógica alguna. Ni de la del sistema hegeliano –en el que la lógica rima y domina el movimiento total de la naturaleza y del espíritu—ni la de ningún diseñador inteligente por supremo o sobrenatural que pretenda ser.
En cuanto dejemos de actuar y de concebirnos como esclavos de la lógica, –sea ésta en su origen aristotélica, hegeliana o la de cualquier teoría científica, política, económica, tecnológica, poética, religiosa u otra–, concebiremos y experimentaremos que somos libres y no marionetas de alguna razón, estructura, motivo o inteligencia superior.
Como advirtió certeramente Antonio Benítez Rojo cuando discernía la diversidad cultural en el Caribe:
“Siempre se sospecha que cualquier signo que uno elija no le pertenece en verdad, sino que se inscribe y cobra sentido cabal en algún lenguaje ajeno, en algún código ordenador de allá, llámese este historia, novela, antropología, psicoanálisis, marxismo, teoría literaria, o bien, simplemente, posmodernidad.” (Benítez Rojo).
Sospecha vana, ante la aún inescrutable libertad del sujeto.
Así como la calidad de cualquier sistema educativo no es ni puede ser más que la de sus maestros y profesores, por vía de consecuencia hay que afirmar que no tienen valor ni sentido imposiciones autoritarias o meramente conceptuales, y menos aún efímeros sistemas e instituciones, si emergen desposeídos de la libertad gestora de cada sujeto singular consciente de sí que lo soporta y avala.
Haber concebido ese valor de la conciencia libre y pensante es, a mi entender, un mérito indiscutible de Hegel. En su sistema filosófico no confunde la subjetividad del yo singular con la objetividad del mundo, tampoco reduce la una a la otra. Como he repetido en otros trabajos, ni la conciencia individual puede ser transpuesta y terminar siendo la verdad de la historia y de sus eventos particulares, ni ese mundo objetivo reaparece impreso o reproducido tal cual en cada yo singular o en todos nosotros juntos.
Pero léase bien y no se me malinterprete: ese es el único mérito que concedo a Hegel. Sólo y exclusivamente ése. Su lógica dialéctica termina siendo pura negación de todo lo que lo precede. De ahí que tanto Hegel, como legión de pensadores posteriores de diversas escuelas e ideologías, naciones y tiempos, terminan sacrificando al sujeto singular en la pura negatividad de sus respectivas concepciones o a el valor y sentido de los eventos naturales e históricos..
Hegel lo hace porque, al ritmo dialéctico de su lógica, suprime todo al final en lo que él concibe como superación de todo en la Idea absoluta (del Espíritu absoluto, es decir ni subjetivo e individual, ni social, político o histórico).
Por consiguiente, no es por casualidad que, herederos hoy día de la modernidad, de la postmodernidad y ya hasta de la post verdad, resultamos ser testigos de cómo, por defender y enarbolar una idea, se condena a poblaciones enteras al hambre y a la opresión, así como al medio ambiente a su progresiva degradación. Y a la inversa, también somos testigos de legión de individuos que, para mitigar o salir de la pobreza y del hambre, renuncian como seres libres a ser morales y a pensar, a tomar decisiones éticas y críticas, e incluso a actuar en contra de aquella idea.
De nada vale la experiencia originaria de cada yo singular –cuantas veces adviene a sí mismo a partir de la intuición de su muerte y posterior formación cultural como pretende Hegel– si al final de su vida se descubre como mero peón de alguna concepción; sobre todo, porque el reconocimiento de ese concepto y de sí mismo como su exponente finalizan absurdamente abandonados al inexorable paso del tiempo, y con éste, de la historia humana.
Por ello concluyo este trabajo desde un Caribe insular que ha dejado de ser la pasada “frontera imperial” (Bosch) y también el inexistente “futuro” hegeliano. Como contemporáneo y coetáneo aunado de toda la geografía americana y universal, siento y resiento, pienso y dudo, convivo y espero desde “el reino de este mundo” (Carpentier). Ese mismo que aún esculpe su propio porvenir en el concierto de naciones a partir de sujetos reales de carne y hueso responsables moralmente, en primera y última instancia, de cada acto consciente de su propia e inalienable libertad.