¨Hay que abandonar la teoría de la vanguardia dirigente para adoptar  la teoría más simple y honrada de la minoría actuante que desempeña el papel de un fermento permanente, que impulsa a la acción sin pretender dirigirla¨. 

Daniel Cohn-Bendit.

Como siempre sucede, en un momento de inflexión, la juventud ha tomado la plaza y ha irrumpido en la historia. El hartazgo de discursos insustanciales se les ha venido abajo. Atrás quedaron los intelectuales, los políticos, escritores, sociólogos, los cronistas oficiales. Los jóvenes no pueden ser encorsetados en una frase. El movimiento de sus cuerpos en plena plaza es un franco desafío a la mentira y a las poses. Trascienden los escaparates, el programa de radio de la farándula política, el show del mediodía. Tomaron la calle, son olas sobre el ancho mar de la ciudad y se hace viral, contagioso su accionar. Con ellos el lenguaje se revitaliza y los políticos se vuelven figuras de cera. Ahora todos quieren ser surfistas y trepar sobre las olas, pero la juventud no entiende de cabecillas, es anárquica como la verdad, persigue objetivos concretos y no se diluye en las palabras. Por el contrario ellos, los jóvenes, son la palabra, el lenguaje vivo sin impostura, lava purificadora, un soplo de ternura en acenso, el arrebato contra la locura que desciende del poder.

Y como ocurre con frecuencia, lo nuevo no se entiende y se le teme por esa razón y por qué anuncian con sus actos un escenario distinto. Arrancaron la antorcha a los políticos de salón, inmaculados y correctos, son los artesanos de la historia. Les miro pasar, son un río embravecido, arrastran la podredumbre, las falsas palabras, los troncos de la corrupción y no piden permiso. Eso les hace grandes, como a los amantes que no tocan la puerta, la empujan y rescatan a su amada.

Si a algo le he temido desde siempre es al hecho de ser embalsamado antes de tiempo, bien por temor o por aferrarme a lo antihistórico, al poder. Siempre he estado convencido de que la juventud no es una edad cronológica, sino una actitud ante la vida y yo nunca voy a ser muro de contención ante quien se rebela y empuja el cambio. No es una de mis características. Yo también fui joven como ellos, también creí en utopías como ellos y traté, en su momento, de emular a los grandes líderes de la historia, a quienes buscaban un mundo mejor. Y al igual que los muchachos de hoy fui acusado de ser un soñador, de querer incendiar lo ya obsoleto, lo que se aferra al pasado contra viento y marea. Tuve que enfrentar discursos lógicos y argumentaciones que, en el fondo, escondían tras su máscara, la ambición desmedida de mantenerse en el poder. Porque si una cosa tienen aquellos que lo detentan, es la certeza de que la suma de dos más dos siempre serán cuatro y  que tan solo existe un camino que conduce a Roma.

Es lamentable ver intelectuales de fuste, aferrados a viejos esquemas y faltos de crítica, renegando, mediante un discurso pirotécnico y baladí, de aquellos hombres a los que siguieron toda su vida. En su exaltación desmedida e innecesaria, les prenden velas, elevándoles  sobre pedestales, tratando de hacerles solemnes momias de la historia. Pienso en los altares que se han erigido a hombres como Nelson Mandela, Martin Luther King, Muhammad Ali, Roberto Clemente y Juan Bosch entre otros. Ellos fueron líderes que produjeron cambios profundos, la ruptura de viejos conceptos frente a la corriente del poder, sin entender sus acólitos de nuevo cuño que es por eso por lo que hoy se les recuerda. Amaron la libertad y lucharon sin tregua por ella desde su juventud interior. Como a los jóvenes de hoy, a ellos también se les acuso de sediciosos, irreverentes, insolentes, vulgares y faltos de respeto.

Resulta dolorosamente triste querer desprestigiar este movimiento de gran magnitud con argumentos falaces. Se puede tal vez entender, desde la lógica de la supervivencia de algunos, el no alzar bandera frente a lo inexorable, hacer un respetuoso silencio y ver el río pasar, pero asumir un discurso anclado en viejos parámetros, pretendiendo acallar a costa de lo que sea los propios principios, es morir en vida. Cuando tras la matanza de Tlatelolco, (México 1968) en una entrevista histórica, el entonces presidente, Gustavo Díaz Ordaz, justificó el genocidio de una manera trivial e insulsa, sus palabras daban lástima y vergüenza. El poder obnubila la razón y al mismo tiempo intenta con todos los subterfugios posibles cambiar la realidad a su servicio y acomodo. El presidente Díaz Ordaz en última instancia, en un acto tremendamente absurdo y deleznable, terminó acusando a los estudiantes de ser culpables de su propia muerte. Hasta ese punto llega a veces la irracionalidad en su afán por defender lo indefendible. Si un día yo, por conveniencia, apoyara o pretendiera promover algo que esté en contra de mis más profundas convicciones, preferiría enmudecer, perder mis manos y no volver a escribir jamás.