Con el auto de “no ha lugar” que favoreció al senador Félix Bautista, el sistema de justicia dominicano (entendido como el Poder Judicial y las autoridades encargadas de persecución del delito) ha vuelto a colocarse en el candelero. La reacción de una sociedad claramente inconforme con el fallo no se hizo esperar. Tampoco la defensa del fallo, en unas ocasiones con fundamentos puramente políticos, en otras con argumentos jurídicos.

Aunque de primera impresión pareciera lo contrario, es importante darse cuenta de que tanto la defensa como la crítica del fallo tienen en común que tocan el problema esencial del Estado dominicano: su inoperancia por falta de institucionalidad democrática.

Esta carencia tiene dos dimensiones, y se manifiesta en los extremos del debate que ha producido el fallo del juez Moscoso Segarra. Ambas llevan a errores que dificultan que el debate sobre el sistema de justicia toque los puntos que necesita tratar el país.

En primer lugar, la dimensión institucional, que reclama –con razón- el derecho de todo imputado a beneficiarse de las garantías procesales constitucionalmente establecidas. Esta es una verdad de Perogrullo, por desagradable que pueda resultar el imputado. Esto así porque los sistemas de justicia operan sobre la base de los precedentes y las generalizaciones. Los procedimientos que se usan para un caso en particular terminan siendo usados para los casos en sentido general. De ahí que la defensa del derecho del senador al debido proceso es, aún en forma indirecta, la garantía de que el debido proceso estará disponible para el resto de los ciudadanos.

Lo anterior nos señala que el problema no se encuentra sólo en el Poder Judicial o el Ministerio Público. Es sistémico, y como tal debemos tratarlo

Pero no se puede olvidar –como creo que se ha hecho- que las instituciones del sistema de justicia tienen una función social que cumplir. Son, en realidad, espacios en los que–para parafrasear a Foucault- se cede y ritualiza la solución de los conflictos. Es decir, el sistema de justicia tiene la obligación no sólo de hacer justicia, sino de crear la percepción social de que se ha hecho justicia. Esto es lo que legitima el monopolio de la violencia que caracteriza al Estado contemporáneo.

El Constituyente dominicano reconoció esta realidad sobre la corrupción administrativa y actuó en consecuencia. Como la corrupción es un fenómeno que victimiza a toda la sociedad, y como sus perpretadores suelen estar en posiciones de poder que usan para protegerse, la Constitución establece presunciones de ilicitud de los bienes no declarados, así como un régimen de garantías procesales limitadas. Esto no quiere decir que a los imputados en casos de corrupción se les puede aplastar, pero sí que en esos casos debe darse importancia a la necesidad social de que se esclarezcan los hechos del caso.

Todos los abogados saben que, mientras más complejo es un proceso, más fácil es demostrar lógicamente la viabilidad de conclusiones contrarias entre sí. Esto hace más delicado el trabajo de los jueces en estos casos, y la búsqueda de la solución jurídica debe tomar en cuenta todos los bienes e intereses jurídicamente protegidos por la Constitución. Por ponerlo en otras palabras, la Constitución favorece que, sobre todo en casos de corrupción administrativa, el sistema de justicia no se conforme con determinar la verdad jurídica del caso, sino que debe buscar también la verdad.

En segundo lugar, está esa dimensión democrática, que hace necesario que la sociedad perciba que se hizo justicia en el caso. De más está decir que buena parte de los dominicanos se sienten profundamente indignados por la sentencia que favoreció al senador Bautista. Tienen razones para estarlo, pero llevar esto a sus últimas consecuencias trae consigo errores parecidos a los de la visión institucional anteriormente descrita.

Lo más obvio es que la sed de justicia no puede ignorar el derecho de defensa. El senador, como cualquier otra persona, debe poder presentar una defensa vigorosa ante el tribunal que conoce su caso. De ahí que no tiene sentido, ni es justo, estigmatizar esa defensa o a quienes la llevan a cabo. Los abogados defensores son imprescindibles puesto que sin ellos no hay defensa, sin defensa no hay proceso y sin proceso no hay absolución, pero tampoco condena.

En este caso concreto, si un acierto tuvo el senador Bautista fue organizar una barra de defensa que –con algunas excepciones- estuvo compuesta por algunos de los mejores abogados penalistas del país. Ese es un derecho que le asiste y que no podemos regatearle ni directa ni indirectamente.

Tampoco tiene mucho sentido centrar la indignación exclusivamente en la figura del juez. Esto por dos motivos. Primero, porque no basta con procurar la designación de personas percibidas como más serias u honradas. Sin querer desvirtuar el deseo de que podamos contar con funcionarios públicos idóneos, este es el mismo pensamiento mágico-religioso que nos hace esperar desde la fundación de la República al Presidente “puro” que nos salvará de nosotros mismos. El segundo motivo atiende a lo que ha señalado Laura Acosta Lora: el problema es que el sistema en conjunto parece tener un rasero especial para los casos de corrupción administrativa. No hay que olvidar que el senador Bautista se benefició sobre todo del archivo precipitado que un antiguo director de la Procuraduría Especializada de Persecución de la Corrupción Administrativa (PEPCA) hizo de las querellas en su contra el día antes de que terminara el mandato Leonel Fernández.

Lo anterior nos señala que el problema no se encuentra sólo en el Poder Judicial o el Ministerio Público. Es sistémico, y como tal debemos tratarlo.

Si queremos ver cuál es el problema de fondo de nuestro sistema de justicia, propongo un ejercicio que puede parecer contraintuitivo. Pensemos en por qué se pudo condenar a los banqueros que defraudaron al país a principios de la década pasada, pero no se logran condenas en los casos de corrupción. Es muy claro que en ocasión del juicio a los banqueros había voluntad política de llevarlo a sus últimas consecuencias.

Esa dependencia del sistema de justicia de una voluntad política voluble y caprichosa nos muestra que en ciento setenta y un años de vida republicana no hemos logrado construir una base política, institucional y democrática para un sistema de justicia que cumpla con su función. En el caso de la corrupción administrativa esto está relacionado con el hecho de que, según las encuestas y estudios, sólo recientemente ésta se ha venido convirtiendo en una queja mayoritaria de la población.

Pero su fracaso no se limita a esto. Los males de la justicia dominicana son muchos y variados. Son muy claras las señales de agotamiento del ímpetu reformador que hace dos décadas dio inicio a su modernización. La reforma constitucional de 2010 pareció brindar la oportunidad para esta renovación, mas no ha dado los frutos esperados.

Si no actuamos con prontitud en todas las aristas del problema, los tribunales de la República perderán legitimidad como mecanismos de solución de conflictos, y con ello la autoridad del Estado será incapaz de contener la violencia social que esto traerá como consecuencia.