Leonel Fernández suele ser un artesano de la política, una persona que trabaja con sumo cuidado los detalles de sus estrategias, y así lo hizo con la justicia dominicana, para lo cual logró que se aprobaran disposiciones claves en la nueva Constitución, llegó a un acuerdo de reparto con el presidente del principal partido de la oposición, Miguel Vargas Maldonado, y a finales del 2011, a través de un Consejo Nacional de la Magistratura bajo su control, designó a los jueces de las Altas Cortes con la finalidad de asegurar que la justicia no sería un obstáculo en sus planes políticos.

Miguel Vargas no solo fue capaz de firmar aquel pacto de las corbatas azules sin buscar acuerdos dentro de su propio partido, sino que además acordó con Fernández, también sin consentimiento de los órganos de su partido, recibir una pequeña cuota de jueces en las Altas Cortes apenas seis meses antes de las elecciones en que su partido disputaba el poder al partido de Fernández.

El acuerdo le resultó bien a Vargas, pues comenzó rápidamente a ver sus frutos cuando luego de las elecciones se disputaba el control del PRD y el Tribunal Superior Electoral (TSE) fallaba a su favor una y otra vez todos los casos que le llegaban. No solo el miembro que tenía Vargas dentro de ese tribunal votaba a su favor, sino además la mayoría controlada por Fernández.

La forma en que se condujo el TSE en la crisis divisionista del PRD desacreditó no solo a este tribunal sino a las Altas Cortes en sentido general, pues evidenciaba el control ejercido por Leonel Fernández, y se percibía que ese mismo control existía en la Suprema Corte de Justicia (SCJ) y en el Tribunal Constitucional (TC).

Los tribunales judiciales se sumaron a este proceso de descrédito y lo curioso fue que el mismo no comenzó con los jueces sino con los fiscales. Antes de abandonar el poder el 16 de agosto de 2012, la mano derecho (¿será la izquierda?) de Fernández, el senador Félix Bautista, quería enterrar bien profundo todos sus “muertos” (es decir, sus expedientes de corrupción, existentes y futuros), y obtuvo que el fiscal Director de la entonces DPCA, Hotoniel Bonilla, dictara autos de archivo definitivo y provisional contra varias acusaciones en su contra, tratando de abarcar hasta aquellos aspectos no contenidos en las acusaciones, para evitar que pudieran surgir en el futuro. Se procuraba una vacuna de inmunidad total. Estas decisiones de Bonilla indignaron a mucha gente, sobre todo al producirse tres días antes del cambio de gobierno.

La realidad es que la crisis de confianza en la justicia se expresa por todos lados, y pretender desconocerla no es la estrategia correcta para enfrentarla.

Como si se tratara de un país libre de corrupción, la justicia comenzó a favorecer a los ex funcionarios acusados de corrupción, desde el Secretario de Finanzas del PLD y hombre de confianza de Fernández, Víctor Día Rúa, hasta el Secretario de Organización del PLD, Félix Bautista. Ya previamente, no de manos de jueces sino de fiscales, se habían archivado, sin investigación, querellas contra Fernández y su fundación, así como ha quedado engavetada en la Procuraduría General de la República una denuncia presentada por Participación Ciudadana sobre las violaciones cometidas en la generación del déficit fiscal del 2012.

Quedó claramente comprobada la incapacidad existente, de fiscales y jueces, de sancionar la corrupción administrativa, y por el contrario, comenzó a consolidarse una jurisprudencia que interpreta la norma a favor de la corrupción y no en su contra, ignorando por completo el claro mandato del artículo 146 constitucional de proscribir la corrupción. Nunca como hasta ahora existió un trabajo tan metódico al respecto.

Desde que tengo memoria ha existido en materia de corrupción la impunidad como la regla y la sanción como la excepción. Todos los presidentes que hemos tenido han seguido el librito de Balaguer de alcanzar gobernabilidad dejando que aquél robe por allí y éste robe por aquí, pero además designando a algunos de éstos como las alcancías de sus proyectos políticos, por lo que era necesario que todo este entramado corrupto contara con la debida protección de fiscales y jueces. Así recordaran frases como aquella de que a un ex presidente no se le persigue, o no tiremos piedras para atrás. En fin, siempre ha imperado la política del borrón y cuenta nueva y los mecanismos para asegurar su aplicación a través de jueces y fiscales.

Pero como con todo fenómeno social, siempre llega un momento de quiebre que da lugar a la indignación y que coloca a las autoridades en la obligación de tomar algunas medidas para calmar los ánimos, aunque sea solo para engañar a la población, como ocurrió en 1994 y en esos momentos se pueden alcanzar algunos avances.

En este momento la justicia se acerca a la situación de descrédito que tenía antes de la reforma constitucional de 1994. En aquella ocasión las iglesias y los empresarios denunciaron el estado de corrupción que arropaba la justicia, y el sector diplomático informaba al mundo que en nuestro país no existía seguridad jurídica para la inversión extranjera, pero también que la justicia estaba fuera del alcance de los pobres y la clase media.

Ahora, de nuevo, empresarios, iglesias y diplomáticos, además de organizaciones de sociedad civil y ciudadanos y ciudadanas, denuncian el mal momento que vive la justicia. El factor más importante en esta ocasión es la corrupción administrativa y la impunidad que encuentra en los tribunales, sin importar que la culpa la tengan jueces o fiscales.

No cabe duda de que lo que ha gatillado el clamor general ha sido el caso de Félix Bautista, no porque sea el único corrupto, o porque sea el “corrupto favorito”, sino porque él se ha encargado de darle a su caso el perfil que tiene, gracias a los montos involucrados, que son increíbles; al protagonismo que ha exhibido, prometiendo lo que no le conviene y que por lo tanto ha incumplido (mostrar todas su pruebas en audiencia o despojarse de la inmunidad parlamentaria); sus palabras irreverentes e insultantes contra el Procurador General de la República, en pleno juicio, televisado a todo el país, sin que el juez a cargo ejerciera la policía de la audiencia, o su mano levantada con el signo de la “L” de Leonel, que muchos han interpretado como una forma de demostrar por qué es inmune en los tribunales. No cabe duda, Félix Bautista le ha restregado su impunidad en la cara a la sociedad.

Además de este factor, la justicia dominicana ha venido perdiendo eficacia, lo que se nota en la mora judicial, que sigue creciendo. Esta situación que siempre ha afectado a la gente pobre y de clase media, ha alcanzado también a los que pueden pagar buenos abogados. Aquí la culpa no es tanto de los jueces, que no son suficientes en número para asegurar una decisión a tiempo de los casos, sino que la justicia ya no es más una prioridad y su presupuesto anual así lo demuestra. El Congreso crea tribunales pero no aprueba recursos para designar a sus miembros.

Otros factores han incidido en menor grado en la crisis actual, como los traslados de jueces sencillamente porque son independientes y no siguen instrucciones superiores, o la reacción del Presidente de la SCJ ante la crisis, primero desconociendo la realidad de su existencia y luego sumándose a Félix Bautista en la descalificación del Procurador General de la República.

La realidad es que la crisis de confianza en la justicia se expresa por todos lados, y pretender desconocerla no es la estrategia correcta para enfrentarla. La justicia, al igual que cualquiera de los otros poderes del Estado, debe legitimarse a través de sus actuaciones. Y esto no implica dictar sentencias “populares”, sino evitar decisiones complacientes con aquellos que tienen la facultad de designar a los jueces, de trasladarlos, de cancelarlos.

Un juez no se debe a la opinión pública, pero está ahí no solo para proteger los derechos individuales sino también los colectivos. No es posible que los jueces posean un mandato constitucional de proscribir la corrupción, y casi siempre interpreten la norma a favor del corrupto. No es posible que por disposición constitucional se haya invertido la carga de la prueba del patrimonio de los funcionarios o ex funcionarios públicos, y la misma sencillamente no se aplique y se deje que ciertos personajes exhiban sus fortunas mal habidas con completo desparpajo.

En España, México, Brasil, Chile, Estados Unidos, Francia, y en muchos otros países los casos de corrupción no solo se están investigando sino que están llegando a los tribunales y encontrando sanción. Es hora de ocurra lo mismo en la República Dominicana.

Para que eso ocurra debemos primero lograr que los partidos políticos saquen sus manos de la justicia. Habrá en el futuro que volver a revisar la norma para introducir nuevos elementos que alejen la influencia política partidaria de las salas de audiencia.

Por ejemplo, en la Constitución de 2010 se introdujo el elemento de que una cuarta parte de los jueces de la SCJ debían ser extraños a la carrera judicial. Puede alegarse que se trataba de incorporar académicos, abogados en ejercicio, fiscales, pero la realidad es que se trataba de asegurar un espacio sobre todo a aquellos que llegarían de la mano de los partidos políticos, algunos de ellos con una misión muy específica. Esta puerta debe ser cerrada. Los jueces de la SCJ deben ser todos de carrera.

Por igual, debe eliminarse la facultad del CNM de evaluar a los jueces de la SCJ. La “evaluación” que se le hizo a Julio Anibal Suárez demuestra para qué se introdujo esta disposición. No es que los jueces de la SCJ no puedan ser tocados, pero bastaría dejar el juicio político al que pueden ser sometidos ante el Senado, previa acusación de los diputados. En estos momentos esa posibilidad de ser “evaluados” cada siete años, la próxima vez a partir de diciembre de 2018, es una amenaza que se cierne sobre la independencia de los jueces de la SCJ, pues quien controle al CNM en ese momento querrá colocar a sus propios jueces.

La justicia necesita levantar los niveles de credibilidad que posee en estos momentos para lo cual necesita alejar las influencias partidarias de sus jueces, pero además requiere de un aumento importante en su presupuesto para emprender mejoras en sus recursos humanos y tecnológicos que la hagan más eficiente. Lo que está claro es que no puede seguir como va.