Los hechos transcurren dentro de una determinada atmósfera colectiva, dentro de una historia y un tiempo presente. Están a merced de circunstancias preexistentes y de otras que imponen el azar y las veleidades humanas. La credibilidad del hombre público y de sus instituciones son en extremo sensible a esos factores, como ahora lo comprueba la crisis de imagen que sufre la Junta Central Electoral.

Recuerdo que los jueces que presiden ese organismo fueron elegidos por consenso – no fueron impuestos por el gobierno. La sociedad y sus partidos expresaron públicamente su satisfacción luego de que fueran escogidos. Se les consideró competentes, de respetable trayectoria, y, por consiguiente, aptos para servir a la democracia y organizar las elecciones.

Si bien se criticaron los vínculos directos e indirectos de algunos de los jueces con el partido gobernante, al resto se les consideró independientes. Hubo una esperanza compartida y un voto de confianza.

El problema de la credibilidad no comienza cuando se elige ese tribunal:  proviene de su oscura historia. Y los nuevos jueces recibieron del pasado inmediato un fardo muy pesado, un pecado original del que no supieron bautizarse. Ese peso muerto – potencialmente reivindicativo – tiene el nombre de Roberto Rosario; antiguo presidente del organismo y protagonista de múltiples desaciertos; sospechoso de haber ejecutado un colosal dolo en la compra del sistema de computación electoral.

Juramentado el nuevo tribunal, supuestamente autónomo e independiente, la ciudadanía anhelaba y esperaba que se investigara y sometiera a la justicia al señor Rosario. No lo hicieron, dejaron que  la desprestigiada Cámara de Cuentas dictaminara una supuesta inocencia que a nadie convenció.  Como resultado, por ahí anda Roberto Rosario, al lado de Félix Bautista, cabalgando en las huestes del expresidente Leonel Fernández, y dando cátedras electorales. El enjuiciamiento del presidente saliente habría sido el bautizo que pudo diferenciarlos del resto de las instituciones gubernamentales contaminados por la impunidad y el chanchullo.  

Esa negligencia originaria puso en alerta al país dando inicio al desgaste de credibilidad de la Junta Central Electoral. A mi entender, fue esa irresponsabilidad la que impidió dar el salto por encima de la historia oscura que heredaban, el desprestigio de otros estamentos estatales, y de las sospechas que recaían sobre algunos de sus incumbentes. Se echaron el pecado encima.

A esta falta inicial, siguieron unas declaraciones desafortunadas y parcializadas por parte del nuevo presidente del tribunal, y la incapacidad en detener la masiva e ilegal propaganda electoral del PLD. Así las cosas, llega la sentencia sobre el voto de arrastre y no arrastre que, al no ser entendida por la gente, y fogosamente cuestionada por los partidos y la sociedad, reblandeció aun más su prestigio. Complicando el entuerto, acentuando la ambigüedad, aparecieron las declaraciones del doctor Roberto Saladin.

Ausente una explicación lógica, legal, convincente, didáctica, y entendible que tranquilizara al futuro sufragista – signada por un autoritario “no hay marcha atrás”- se extendió la herida descomunal que debilita al máximo tribunal electoral. Sin una justificación clara y digerible de la sentencia, se incrementaron las dudas. El pueblo no conoce bien de leyes electorales; por eso, para evitar confusiones, hay que intentar que las entiendan. No se ha intentado todavía.  

Si la Junta Central Electoral no se esfuerza por explicar al ciudadano el arrastre fragmentado, le será difícil reparar su credibilidad. Repararla tendría que ser una tarea urgente a la que debe avocarse en los próximos meses ese tribunal. Tienen que recuperar la confianza perdida antes de las elecciones. Quizás quede tiempo todavía para bautizarse del pecado original, y enmendar los posteriores.