La “resolución” de la Junta Central Electoral que dispuso la asignación de apellidos a niños de padres desconocidos ha generado un interesante debate jurídico. Aunque centrado —en su mayor parte— en cuestiones que radican en si un ente constitucional extrapoder tendría las “competencias” para regular el contenido de la materia reglamentada, la discusión también discurre en el ámbito del denominado “procedimiento administrativo”; en lo particular, del procedimiento “para la elaboración de normas administrativas y planes”. La Junta Central Electoral, que actúa en pleno ejercicio de sus “poderes reglamentarios”—como establece en la misma “resolución”—, dejó de lado, al momento de aprobar la puesta en vigencia de la citada “resolución”, su consabido deber de someter a consultas públicas el borrador de la norma administrativa que pretende dictarse. Afortunadamente, al momento de escribir estas líneas, el Pleno del citado ente rectificó y abrió un procedimiento de consulta sobre la referida “resolución”.

La “resolución” —denominación que usualmente es utilizada para los actos administrativos— dictada por la Junta Central Electoral es una “norma administrativa”. No es un acto administrativo. Y quienes han sido mis alumnos, ya sea en clases de grado o postgrado, han de recordar el énfasis de quien escribe en que, al igual que lo establece la codificación napoleónica para el derecho privado, la denominación que se le endilgue al “acto” no es lo relevante: su contenido, en cambio, sí lo es. Recordarán que lo importante será —siempre que sea preciso determinar si se está en presencia de un acto de naturaleza reglamentaria— advertir el carácter “ordinamentalista” (Morón) y “abstracto” (Meilán) del mismo. Solo así podrá establecerse si se trata de una “norma administrativa”. García de Enterría y Fernández, en efecto, al momento de definir el acto administrativo —siguiendo la clásica definición de Zanobini—, hacen hincapié en la distinción de éste con el “reglamento” al decir que el primero es la “declaración de voluntad, de juicio, de conocimiento o de deseo realizada por la administración en ejercicio de una potestad administrativa distinta de la potestad reglamentaria.” Don José Luis Meilán Gil, en su obra “Categorías Jurídicas en el Derecho Administrativo”, al establecer también las diferencias entre acto administrativo y reglamento, resalta la verdadera función del primero (que lo diferencia aún más del segundo y de su naturaleza abstracta) al expresar: “Esta es la misión del acto administrativo: operar la máxima concreción de la norma, que es su aplicación singular.” (“Categorías jurídicas en el derecho administrativo”, 2011, p. 122). Lo anterior, por difícil que parezca, requiere de una aclaración, puesto que no son pocos los casos en los que se observa la peligrosa confusión entre dos de las “categorías jurídicas” (Meilán) más importantes del derecho administrativo desde su origen histórico: el acto administrativo y el reglamento.

No parecen existir cuestionamientos respecto de la naturaleza normativa-reglamentaria de la “resolución” de la Junta Central Electoral. Se acepta que la misma “innova” en el ordenamiento jurídico del Estado (criterio “ordinamentalista”); y su naturaleza abstracta, por igual, tampoco encuentra contradictores. Lo que se resalta es que la citada norma podía aprobarse sin agotar previamente el procedimiento de consulta pública instituido en dos leyes: la Ley General de Libre Acceso a la Información Pública (Ley No. 200-04) y la reciente Ley sobre los Derechos de las Personas en sus Relaciones con la Administración Pública y de Procedimiento Administrativo (Ley No. 107-13). Esto es, que el “debido proceso reglamentario” (Jorge Prats) podía obviarse dado que la “resolución” citada “no afecta derechos de los destinatarios de las normas” y tendría “efectos básicamente ad intra” (Jorge Prats). Similar postura ha asumido públicamente la Fundación Institucionalidad y Justicia, Inc. (FINJUS).

  

Creo significativo dejar por sentado que el fundamento jurídico del procedimiento administrativo de consulta radica en la idea de “participación”: que la ciudadanía participe mediante un “dialogo institucionalizado” en el proceso de “toma de decisiones”; pero también encuentra sustento constitucional en la cláusula del Estado Democrático, esto es, de brindar mayor legitimación democrática en el ejercicio de la función administrativa. Es esa la finalidad de las disposiciones normativas previstas en los artículos 30 y siguientes de la Ley 107-13: “La finalidad de estas normas reside en que la Administración Pública obtenga la información necesaria para su aprobación, canalizando el diálogo con otros órganos y entes públicos, con los interesados y el público en general, con ponderación de las políticas sectoriales y derechos implicados y promoviendo el derecho fundamental a la participación ciudadana como sustento de la buena gobernanza democrática.”

La “nulidad de pleno derecho” es la sanción jurídica dispuesta por el legislador orgánico ante el desconocimiento de los principios y reglas que integran el procedimiento de consulta pública. El párrafo II del artículo 30 de la Ley 107-13 no hace distinción en aquellos supuestos en los cuales “se afecten” o no los “derechos de los destinatarios” de las normas. Dicha disposición, refiriéndose a las normas administrativas, prescribe en su parte in fine: “En razón del procedimiento, incurrirán en nulidad de pleno Derecho la infracción o desconocimiento de los principios o reglas que resulten de aplicación, que se regulan en el Artículo 31.” Incluso este último texto, que regula los “principios del procedimiento aplicable a la elaboración de reglamentos, planes o programas”, prevé en su numeral 4 lo concerniente a la “participación del público”, destacando que la misma habrá de “garantizarse” con “independencia de que se vea o no afectado directamente por el proyecto de texto reglamentario”. De ahí que no sea necesario abundar al respecto: el legislador orgánico fue extremadamente claro en el tema de la “afectación” de los “destinatarios”.

Empero, la cuestión de la “afectación” de derechos proviene de una desvencijada lectura de un precedente del Tribunal Constitucional. Me refiero al TC 201/13. En esta decisión no se estableció que la “afectación de derechos” era una especie de “condicionante” ante una inobservancia del deber de consulta de una norma. Lo que planteó el Tribunal Constitucional, erróneamente en mi parecer —por no dar el alcance real del debido proceso administrativo—, fue que el procedimiento de consulta pública no era un componente del “debido proceso” previsto en el artículo 69 de la Constitución y, por consiguiente, su inobservancia no entrañaba una infracción constitucional. En otras palabras, que no era un tema de “inconstitucionalidad”, sino de “ilegalidad”. Dice al respecto el TC, en lo que es el criterio que deliberadamente se omite: “…si en la producción de una resolución o acto administrativo no se cumple con algunas de las normas establecidas por las leyes que rigen la forma de producción de tales actos, necesariamente estaremos hablando de actos o resoluciones ilegales y no inconstitucionales.” No hay, por ende, inmunidad en el accionar administrativo que incurra en una ilegalidad de este tipo.

La doctrina, en torno a lo planteado, ha sido firme: todo reglamento dictado fuera del cauce participativo es nulo de pleno derecho. Para ser más específicos, me permito transcribir lo expuesto por Rivero Ortega y Ortega Polanco sobre el particular: “La sanción jurídica a la transgresión de estos límites es la nulidad de pleno derecho de los reglamentos aprobados vulnerándolos. Así el procedimiento de elaboración de reglamento se convierte en un presupuesto esencial de su validez (…)” (“Procedimiento Administrativo Comentado”, 2016, p. 160). El propio profesor Jorge Prats, en otro de sus extravíos doctrinales —sus planteamientos esbozados en sus obras quedan ya en indefensión—, llegó a expresar que “(…) [su] violación afecta no sólo de vicio de forma la norma reglamentaria en cuestión por violación al debido procedimiento adjetivo sino que también implica una violación del debido proceso sustantivo, pues se presume que todo reglamento dictado en ausencia de consulta pública es necesariamente irrazonable.” (“Derecho Constitucional”, 2013, p. 357). De manera concreta, sostenía el citado autor —en dos trabajos publicados en este prestigioso medio— que una norma dictada al margen del deber de consulta era “inconstitucional” (no simplemente ilegal). Peor aún, en aquél entonces acusaba exasperadamente al Tribunal Constitucional de un comportamiento “bipolar” respecto a la interpretación que el mismo daba al debido proceso administrativo (“Un Tribunal Constitucional bipolar”, 29 de noviembre de 2013). 

En una próxima entrega abordaré dos cuestiones que, creo, tengo el deber de aclarar. Por un lado, la afirmación en torno a la supuesta existencia del “reglamento independiente ad extra” en el ordenamiento jurídico y, lo que es un manifiesto desatino, su confusión con el “reglamento autónomo”. Y, por el otro, lo relativo a la pretendida naturaleza “ad intra” de la “resolución”, es decir, los efectos hacia lo “interno” que, de forma creativa, se le endilga a la misma.