[Por considerarlo de interés a propósito de las críticas vertidas a raíz de las impugnaciones jurisdiccionales durante la precampaña, publico en forma de articulo declaraciones vertidas al periodista Abel Guzman Then en el Diario Libre del 12 de julio de 2018].
La judicialización de la política es sana en la medida en que significa la juridificación de la política, es decir, el sometimiento a Derecho del Estado y los partidos. Si se compara con la política de la violencia y la persecución política, propia de la era de los presos políticos, torturados, muertos, desaparecidos y exiliados de la dictadura de Trujillo y de la dictablanda de Balaguer, no hay dudas que la judicialización de la política, en cuanto significa control jurisdiccional de las acciones estatales y políticas, es un paso de avance que evidencia el grado de desarrollo de una sociedad. Como hoy las decisiones estatales no son políticamente puras, es decir, como todo acto estatal, aun discrecional, debe estar fundado en Derecho o, por lo menos, previa y legalmente habilitado, todo acto –u omisión- del Estado es eventualmente impugnable ante la jurisdicción de los tribunales. De ahí que nada estatal le sea ajeno al poder jurisdiccional. Por eso, la teoría de los actos de gobierno, de los actos políticos, de las cuestiones políticas que no serían justiciables, es constitucionalmente inadmisible en nuestro ordenamiento. Y de ahí también la preeminencia que adquieren los tribunales como hacedores de las políticas públicas, para la protección de los derechos individuales, sociales y colectivos.
Por eso, ha sido positiva la creación de dos nuevas Altas Cortes como el Tribunal Constitucional y el Tribunal Superior Electoral, con la posibilidad de controlar la constitucionalidad y la legalidad de los actos políticos y electorales y domesticar esos nuevos Leviatanes, esos nuevos ogros filantrópicos, que son los partidos políticos, que hoy no pueden ser concebidos al margen de la misión constitucional que desempeñan en la articulación concreta de la voluntad popular. Nada político, por tanto, le es ajeno al poder jurisdiccional del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Superior Electoral. La alta litigiosidad de los asuntos político-electorales es signo de salud del cuerpo político y no de una enfermedad. Esto, sin perjuicio de que todos los tribunales, en mayor o menor grado, atendiendo a una política de autor restricción o deferencia judicial, reconocen mayores o niveles de discrecionalidad política -que no arbitrariedad- a los órganos constitucionales y a las administraciones públicas.
Ahora bien, una cosa es la judicialización de la política y otra la politización de la justicia. Esta politización se produce cuando se nombran los cargos en las Altas Cortes atendiendo más que a su preparación, solvencia moral e ideología jurídica y jurisdiccional del juez (interpretación literal o extensiva de los textos, qué piensa del aborto, de la inmigración ilegal, de los partidos, de la castración química de los agresores sexuales, de la pena de muerte, etc.) a su adscripción a un partido o a una facción partidaria (lo que no significa que un buen jurista, militante o dirigente de un partido no pueda ser juez de una Alta Corte); cuando las decisiones no están fundadas en (buen o mal) Derecho sino en la simple voluntad medalaganaria del arbitrio político; cuando se usan los tribunales como mecanismos de persecución política disfrazados de proceso judicial, lo que hoy se llama “lawfare” (guerra jurídica) y cuando el populismo penal permea la justicia en la creación de un Derecho penal simbólico en la guerra contra la delincuencia, un neopunitivismo que deroga las garantías penales sustantivas y procesales contra personas vistas como enemigos más que como ciudadanos o humanos con derechos, que son condenadas previamente por juicios paralelos llevados ante el cuarto poder del Estado que es la prensa.
Ahora bien, la selección de las Altas Cortes es, debe ser y no puede dejar de ser política, a pesar de los que pretenden una total e imposible neutralización de los poderes políticos, en la medida en que estos poderes políticos tienen el derecho de llenar los altos cargos jurisdiccionales por profesionales solventes moral y profesionalmente, pero que respondan a una ideología jurídica y jurisdiccional que debe ser explicitada en las vistas públicas ante el Consejo Nacional de la Magistratura, para que así estos cargos no sean llenados con jueces supuestamente insípidos, inodoros e incoloros desde la perspectiva política, pero que en realidad esconden su agenda o ideología político-partidaria, la cual luego meten de contrabando en la motivación de sus sentencias bajo la mampara de una malentendida ponderación judicial que, trasmutando las precompresiones jurídicas en prejuicios puros y duros, se transforma en un verdadero bamboleo interpretativo conducente directamente a la “alquimia interpretativa” (Sagues) y al maltrato constitucional (Gargarella).