En una época remota, muy anterior a la irrupción de las redes sociales, la gente de los pueblos combatía el ocio congregándose en el único parque, café o taberna de su entorno. Esta monotonía es menos implacable en la ciudad, que nos permite refugiarnos en un cine o un burdel, explorar un museo, una catedral antigua… En París, desde los tiempos cortesanos previos a la Revolución, se ha hecho de todo para combatir el aburrimiento.

En la brasserie La Coupole son expertos en dichos menesteres, que realizan desde 1927. Mientras en Estados Unidos la gente sufría los estragos de la ley seca, los parisinos descubrían la transformación de un almacén de carbón en un centro de fiesta, en cuya inauguración se destaparon más de mil botellas de champagne y se dio cita media ciudad.

Ernest Fraux y su cuñado René Lafon, oriundos de Auvernia (Auvergne) sabían lo que estaban haciendo pues habían sido los gerentes de otra brasserie igualmente célebre: Le dome; pero qué fue lo que les motivó a embarcarse en semejante proyecto: ¿el dinero, el espíritu innovador o las mundanas y simples ganas de divertirse?

Cuadro del postimpresionista Édouard-Léon Cortès inmortaliza la terraza de la Coupole: la luz y algarabía de sus mesas contrastan con lo melancólico y gris del cielo.

Digamos que una brasserie es como una taberna (literalmente significa cervecería) donde además de tragos, uno puede pedir comida. Fueron los alsacianos, los primeros en traerlas a París, a mediados del siglo XIX, dada su cercanía con Alemania, donde la cerveza es cosa seria y sabrosa.

Situada en el bulevar de Montparnasse (su nombre evoca al Parnaso griego donde habitan las musas), La Coupole es más que un lugar para tomar cerveza o comer un croque monsieur, ya que contiene la desmesura en sus 800 m2 de superficie, que incluyen un balcón y un salón de baile subterráneo. Una desmesura que elegantemente rinde tributo al Art déco y cuyo valor está consignado desde 1988, en el catálogo de monumentos históricos.

En efecto, las formas geométricas y clásicas del Art Déco (orden, color y geometría son los términos clave) pueden apreciarse en las veintisiete columnas que sostienen la brasserie. Artistas como Alexandre Auffray, Isaac Grunewald, Louis Latapie o David Seifert fueron los encargados de realizarlas. Dicen que les pagaron con copas, pero la realidad -qué suele ser menos interesante- es que costó 23,000 francos de aquella época.

Al respecto, un cuadro del postimpresionista Édouard-Léon Cortès inmortaliza la terraza de la Coupole: la luz y algarabía de sus mesas contrastan con lo melancólico y gris del cielo.

Aunque hoy en día, esta brasserie es un atractivo turístico más, antaño fue el lugar de reunión de artistas y celebridades, tan es así que su sitio web presenta un directorio de sus habitués. Al azar menciono a unos cuantos:

Louis Aragon, el poeta surrealista fue “gentilmente escoltado” por la policía luego de la fiesta inaugural. Un año después, conocería allí mismo a la mujer de su vida: Elsa Triolet. El escritor y filosofo Jean-Paul Sartre, solía sentarse, estratégicamente, junto al camerino de las coristas, sin duda le gustaba verlas pasar y pensar en lo “nauseabundo de sus semejantes”; además dejaba generosas propinas (no se aclara si al servicio o a las bailarinas). Josephine Baker no sólo tenía una voz felina, sino que algún admirador –Hernri Verna- le regaló una leopardita a la que llevaba a sus conciertos, hecho que ayudaba a bajar la borrachera a más de dos.

Hoy podemos pedir cordero al curry, el plato preferido de François Mitterrand mientras admiramos la belleza del lugar o pagar quince euros por un curso de salsa cualquier viernes por la noche, pensando que en esa misma pista bailaron gentes como Hemingway o Rita Hayworth…¿juntos o cada uno por su lado?