La Junta Central Electoral y la omisión del procedimiento de consulta pública: los reglamentos independientes y autónomos en el derecho dominicano (segunda parte).

Es mucho lo que se ha reiterado, al menos en el quehacer administrativo de los gobernantes, la existencia de intervenciones reglamentarias desprovistas de una vinculación normativa con una ley. La figura del “reglamento independiente o autónomo” ha gozado —desde hace buen tiempo— de un reconocimiento explicito desde el plano del constitucionalismo contemporáneo. Sobre esto se destaca el abordaje del profesor Juan Manuel Pellerano Gómez en una serie de artículos publicados en el periódico Listín Diario en 1985, mismos que fueran luego incluidos en lo que se ha erigido ya en un clásico de la bibliografía constitucional dominicana: la obra “Constitución y Política.” A él se debe la interpretación dada al artículo 55.2 de la Constitución de 1966 —puesto que el profesor Amiama, en su Prontuario de 1956, no desarrolló a plenitud el concepto—, texto que reprodujera —al igual que sus antecesores— lo dispuesto en la Constitución de 1924 respecto a la “extensión” de los poderes reglamentarios del presidente de la República. Sí, una “extensión” que se atribuye a la modificación en 1924 de la regulación originaria de los poderes reglamentarios del presidente de la República plasmados en la Constitución de 1844.

La Constitución del 6 de noviembre de 1844, en su artículo 102, plasmó la potestad reglamentaria del presidente de forma tal que, según infiere el profesor Pellerano, el ejercicio de dicha prerrogativa estaba circunscrito “a los casos en que sean necesarios—los poderes reglamentarios— para el cumplimiento de una ley, de un acto o de un decreto del Congreso, en otros términos, los ata a la existencia de uno de ellos.” Para dicho autor, el régimen descrito “cambia de manera inequívoca con la reforma de la Constitución de 1924”, a partir de la cual es atribución del presidente de la República “[p]romulgar y hacer publicar las leyes y resoluciones y cuidar de su fiel ejecución. Expedir decretos, instrucciones y reglamento cuando fuere necesario” (Pellerano Gómez). De ahí que, a decir de lo sostenido por la doctrina citada, la potestad reglamentaria estaba “desligada” de la “existencia previa de una ley (…) con lo cual se reconoce la posibilidad de que existan reglamentos autónomos, esto es, aquellas normas de aplicación general que dicta el presidente de la República sin que hayan disposiciones legales preexistentes a la materia que regula” (Pellerano Gómez).

La más predominante doctrina constitucional ha seguido lo expuesto por el profesor Pellerano. Eduardo Jorge Prats, en su siempre citada obra “Derecho Constitucional”, sigue casi a pie de juntillas lo planteado por éste, añadiendo el calificativo de “independiente” al “reglamento autónomo”: se trataría entonces de una tipología identificable como “reglamento autónomo o independiente”. Expresa en torno a esta categoría el citado autor: “Los reglamentos independientes son aquellos que dicta el Presidente de la República en materias que no han merecido la atención del legislador (…) no son verdaderamente independientes en relación con la ley (…) son válidos siempre y cuando la ausencia de regulación por el legislador no responda a su voluntad implícita de dejar sin normar un determinado supuesto de hecho” (Jorge Prats, Eduardo, Derecho Constitucional, tomo I, p. 510).

Ahora bien, ¿constituyen categorías iguales el “reglamento independiente” y el “reglamento autónomo”? No fue fácil para la doctrina del derecho público desarrollar la siempre espinosa temática del poder reglamentario. Ello por la desgracia que acompañó tempranamente al “reglamento” como la más auténtica expresión del poder normativo del absolutismo monárquico. Fue notoria la aprehensión en contra del mismo desde los contornos del pensamiento revolucionario en 1789. La idea del “legicentrismo” predominó de forma monopólica en la Asamblea Nacional; en la visión de un legislador negado a reconocer a los monarcas y al Ejecutivo más que la prerrogativa de las llamadas “proclamaciones” o “recordatorios” para el cumplimiento de las leyes,

Lo anterior dejó la agridulce “desconfianza” en el “poder legislativo material” (poder reglamentario) del que hablaba la doctrina alemana a mediados del siglo XIX, en clara referencia a los idénticos efectos normativos de los reglamentos frente a las leyes emanadas del poder legislativo. Empero, como era de esperarse, la realidad se impuso a la teoría. Bastaría citar la llegada al poder de Napoleón en 1799 para que la todopoderosa maquinaria reglamentaria encontrará un pie de amigo. Mas, ello no fue óbice en la continuidad de una preocupación que trasciende hasta nuestros días: el alcance de los poderes reglamentarios y su relación con la ley. Ha de resaltarse, en ese sentido, la dura polémica entre los iuspublicistas a finales del siglo XIX, sobre estos mismos aspectos, especialmente entre Duguit, de la renombrada “Escuela de Burdeos”, y el ilustre Carré de Malberg.      

En contubernio con el poder y, por qué no, ante la desidia de los parlamentos, el reglamento fue llegando a ámbitos más allá de la ley. Se perdería la esencia “ejecutiva” en la que se edificaría originariamente la potestad reglamentaria, para dar paso a invasiones normativas en espacios no regulados por la ley. En otras palabras: ya no se hablaría únicamente de un “reglamento ejecutivo”. Y es que los ordenamientos estarían colmados, cada día más, de “reglamentos independientes”, esos que, a decir de Santamaría Pastor, en su obra “Principios generales de derecho administrativo general”, “desconectados de cualquier ley fueron proliferando de manera desigual en buena parte de los ordenamientos europeos” (Santamaría Pastor). Y esta “práctica”, sostiene la doctrina, “se intentó justificar a posteriori, primero, en la existencia en manos de los gobiernos de un poder normativo general para completar o “ejecutar” la totalidad del ordenamiento jurídico (…) y más tarde en la hipótesis implícita del carácter poco menos que excepcional o selectivo de la ley, de tal modo que el reglamento podría ocupar pacíficamente todos los llamados espacios normativos no regulados por ella” (Santamaría Pastor). Dicho autor termina estableciendo “que, por habitual o inevitable que parezca hoy este fenómeno, no deja de ser una de las mayores, más escandalosas e incalificables quiebras históricas del Estado constitucional.”

La incidencia del reglamento independiente en los ordenamientos no puede negarse. Tampoco que su preponderancia, en democracias débiles como la dominicana, implique resquebrajar aún más el ya desacreditado “Estado constitucional”. Es así que las embestidas en contra del mismo, a pesar de ser contundentes, no hayan sino alcanzado a delimitar tan solo su esfera de aplicación. El reglamento independiente no habrá de surtir efectos ad extra, esto es, hacia lo externo de la Administración; no producirá efectos en la actividad o en las libertades de los particulares. Su campo de eficacia por excelencia lo será la organización interna y las relaciones de sujeción especial. No podrá, pues, abordar materias cuyo contenido se encuentre reservado a la intervención del legislador (“reserva de ley”) o a llenar vacíos normativos productos de la inercia legislativa. Es este el consenso al que la doctrina, encabezada por García de Enterría y Ramón Fernández, Esteve Pardo, Sánchez Morón, entre otros, y la jurisprudencia han arribado sin mayores contratiempos. Por consiguiente, la idea de un “reglamento independiente ad extra” o con efectos externos estaría desterrada en ordenamientos en donde la ley, además de su supremacía, siga siendo el instrumento por excelencia —por su legitimación— para regular determinados ámbitos de una sociedad organizada.    

Ahora bien, el reglamento independiente no es sinónimo, como erróneamente se cree, de “reglamento autónomo”. Este último encuentra su razón de ser en una extraña “reserva”: la “reserva reglamentaria”. Con sobrada precisión lo explica Sánchez Morón, en su “Derecho Administrativo, parte general”: “…reglamento independiente no significa reglamento autónomo (de la ley), que es aquél que se dicta en un ámbito material en principio reservado a la potestad reglamentaria, de manera que el reglamento puede, en su caso, modificar por sí mismo las leyes preexistentes.” Oriundo del derecho francés, el “reglamento autónomo” limita su aplicación a aquellos ámbitos que la Constitución expresamente disponga como propios y exclusivos de la potestad reglamentaria. Es por ello que la Constitución francesa de 1958 —la cual significó una ruptura con la tradicional visión de la ley en el derecho europeo— constituye su ejemplo más concreto. En ésta se establecen unas materias que solamente podrán ser reguladas por la vía reglamentaria (art. 34).

En todo caso, la evolución del constitucionalismo francés, con la intervención incluso del Consejo Constitucional y de su doctrina más relevante, dispuso lo que para algunos (Rivero, Muñoz Machado, entre otros) resultó ser una “recuperación” del “concepto formal de ley”. Se resalta, en ese orden, la postura del Consejo Constitucional francés en el “arret Blocage de Prix et des revenus”, del 30 de julio de 1982, restableciendo la primacía de la ley y la posibilidad de que ésta regulara todas las materias, incluidas aquéllas que se derivasen del artículo 34 de la Constitución francesa de 1958. Se niega así la “reserva reglamentaria” y, por ende, la esencia del reglamento autónomo.

Convendría mirar la evolución francesa en su abordaje del poder reglamentario.