Hannah Arendt en “La Condición Humana” (Paidós, 2009) realiza un interesante análisis de la intimidad como reducto de la vida privada en la modernidad social y capitalista de Occidente que podría ayudarnos a entender la problemática de la construcción de la subjetividad en la era de los millennials. La reducción de lo privado a lo que se realiza con el cuerpo y su desnudez es producto de la sustracción de parte de la esfera social de aquellas actividades ligadas a la sobrevivencia de la especie que estaban restringida a la esfera privada; lo que trajo como consecuencia que lo privado y lo íntimo parecieran sinónimos para el sujeto moderno sin serlo para el griego ni para el sujeto medieval. Así sucedió durante la modernidad europea que va desde el siglo XVII hasta el siglo XX de nuestra era.
En el siglo XXI, una época en la que toman protagonismos las redes sociales virtuales, todo lo íntimo no se queda en la esfera privada de los individuos, esta última comprendida como lo ocultable a los ojos de los demás, sino que pasa a la esfera social por exposición o comunicación de las propias vivencias ligadas al fuero interno. En consecuencia, se produce una reducción de lo íntimo a la desnudez del propio cuerpo lo que es salvaguardado por las cuatro paredes del hogar frente al extraño, siempre y cuando la persona tome como baremo el valor social del pudor; de lo contrario, la ausencia de lo íntimo es manifiesta. En este sentido, lo “expresable” de lo íntimo se fragmenta entre lo comunicado y lo realizado en y a través del cuerpo desnudo. En otras palabras, la comprensión de lo íntimo se reduce a las prácticas ligadas a la desnudez del cuerpo propio excluyendo de este ámbito la alteridad del mundo y de los otros.
La restricción en la comprensión de lo íntimo a la propia desnudez corporal obliga a reinterpretar los mecanismos de construcción de la subjetividad puesto que la figura interna que se construye de sí mismo, frecuentemente ligada a la presencia corporal de sí, se hace en franca dependencia de la aceptación exterior y no por una construcción reflexiva en diálogo con la alteridad. Me explico: una cosa es autocomprenderse en relación con la alteridad en una franca dialéctica que en una relación alienante de dependencia en la que el sujeto se pierde en el aparecer de lo publicitado. Ya lo decía Martín Heidegger en Ser y Tiempo: el “uno” que se adquiere por el “hablilla” de lo publicitado esconde el sentido del ser que se pregunta por el sentido de su ser. Jamás encontraremos sentido a nuestro ser si este depende de la inmediatez de lo publicitado a través de las redes sociales.
En este largo camino que es la autoconfiguración de un sí mismo reflexivo, lo que me agrada llamar el “yo cohesivo” (Daniel Dennett), la intimidad es la condición y el espacio para la figuración de sí y, por tanto, no puede reducirse a una vivencia corporal de la desnudez lejos del alcance de la vista de los otros. La intimidad no está restringida a la desnudez ni al pudor, sino al espacio de reflexividad que amerita un alejar-se, una vuelta a sí desde la cual mirarse en relación con los otros, el mundo y consigo mismo. Lo íntimo no es un ocultar a los otros, sino un tomarse el tiempo para la soledad de sí, un vaciarse de presencias para ir al encuentro presentificado de significaciones que se construyen desde la relación tensional (dialéctica) con los demás en comunidad.
Esta relación tensional, esta dialéctica se da porque lo privado es una conquista y una garantía para la propia vida. La defensa de lo privado está en orden a avalar los procesos que hacen posible la vida misma y sin los cuales la especie se ve amenazada. Lo íntimo y lo privado son defendibles por su enorme importancia para la continuidad de la vida y para la construcción subjetiva de un sí mismo que es fruto de un proceso solitario, se produce en soledad reflexiva, pero no es aislado de los demás. La vida de los millennials reniega de esta soledad-sonora.