No se necesita haber nacido en Praga a principio del siglo 20 para ser un personaje de una pesadilla kafkiana. La magistrada Miriam Germán tuvo que sentirse igual como Josef K. en el Proceso de Franz Kafka, después haber sido calumniada por Jean Alain Rodríguez, procurador general de la República.
Una lluvia sistemática de acusaciones e intimidaciones caía sobre la jueza, mientras que el morbo suscitaba un placer altanero al procurador y sin un mínimo parpadeo de remordimiento destruía la integridad moral de la jueza. Un laberinto de confabulaciones y tretas construidos desde el Palacio Nacional, cuyo artífice Danilo Medina, se colocaba en la palestra del complot. La magistrada tenía que defenderse de algo que nunca había hecho, a pesar de que los argumentos acusatorios del procurador eran aún menos concretos, respondía al vergonzoso engranaje de patrañas frente al presidente de la República; quién se prestase actuar como un pésimo actor en el absurdo proscenio del cinismo.
Empero, Miriam G. devenida en la esencia de un insensato desasosiego creía que podía cruzar la puerta de la ley, pues toda su vida estuvo convencida de que la verdad y la justicia siempre triunfan sobre las mentiras. Finalmente, comprendió que la ley en la que tanto creyó estaba fuera de la ley. Así como en el Proceso de Franz Kafka, Miriam G. se convierte en sujeto de un asfixiante procedimiento de interpelación que poco a poco se va apoderando de toda su vida profesional. Es interrogada por un envilecido procurador instalado en las buhardillas periféricas del decadente sistema judicial dominicano y al servicio de la maquinaria falaz del PLD.
La interpelación sólo fue una mera formalidad. La puerta ante la ley y la justicia estuvo desde un principio cerrada para Miriam G. El veredicto ya existía antes de las acusaciones, antes de la intriga, antes de la calumnia y antes de la idea de deshacerse de una jueza, cuyo delito fue creer que la justicia es ciega y "la ley es igual para todos".