El Colegio de Periodistas (CDP) ha reclamado al Senado una reforma a la ley que lo creó, a fin de (cito) “evitar que personas ajenas a la profesión laboren en los medios de comunicación”, con lo que pretende así “fortalecer la libertad de expresión y el derecho de información”. Imagínense, defender la libertad y el derecho a ser informado restringiendo la práctica del periodismo a una elite de informadores.
En mis 55 años de ejercicio periodístico nunca había leído algo tan espantoso. Ni en los tiempos de la tiranía de Trujillo, en la que hubo total y absoluto control de la información y se les negó a los ciudadanos el derecho a expresarse según sus convicciones, se intentó algo parecido. Lo que intenta el CDP es hacer del periodismo un círculo cerrado abierto a la mediocridad, que luego usarían los gobiernos para evitar la crítica y someter a la oposición. Que tal monstruosidad haya sido propuesta por un gremio de periodista es inconcebible e inaceptable y el Senado tiene, al rechazar tal absurdo, la oportunidad excepcional de reivindicarse de todos sus errores y pecados.
Ni el intento de hace años, felizmente derrotado, de hacer obligatoria la militancia en el sindicato para ejercer la profesión, supera esta infeliz iniciativa de limitar a unos cuantos una práctica que no es más que una extensión del derecho a la libre expresión consagrada en la Carta Magna y en todas las constituciones liberales. El reclamo del CDP parte de una premisa falsa, la posesión de un título o la pertenencia al gremio. Sobre lo primero cabe decir que ninguna escuela en este país prepara periodistas verdaderos, condición que termina aprendiéndose en las redacciones de los medios. Muchos de los mejores periodistas aquí y en el resto del mundo no salieron de escuelas de periodismo. Algunos comenzaron como mensajeros y mecanógrafos. Los Maduro y los Ortega estarían felices con un CDP.