Excluyendo a los nativos y hasta el mismo colonizador del hemisferio, para coincidir con los historiadores de corriente popular, toda persona que vive en los Estados Unidos de América en la actualidad, o incluso, cualquiera que vivió aquí mucho antes de que la nación llevara ese nombre, llegó a este territorio, cortejado por un edecán. Un inmigrante acompañante, de similar semblante. Optimista. Medido. Curioso. Necesitado. Ingenuo. Generoso.
Ese que acarreó, también había sido traído aquí por otro como él o ella. Escoltado por las recomendaciones y el ánimo de un segundo y hasta un tercero. Un patrocinador que, en su momento, al llegar, sobre la cabalgadura de un buen samaritano que supo reconocer las oportunidades que brindaba esta tierra, y como amparo al prójimo, pagó el favor de la información, compartiéndola hacia adelante. Enseñándole a otros, los porqués de venir a América y las formas de cómo podían alcanzar estas tierras.
Convencidos quedan. Desde los peregrinos de entonces, hasta los perseverante desamparados de ahora. Pues el tabulado de su realidad, le había cedidos las sumas de sus opciones y su estado, y allí solo encontró rojo. Un total, donde sus cuentas le confirmaban que, el orden de los sumandos no le alteraría el producto de su realidad. Que su esperanza estaba nula. Que su futuro era incierto. Que sus recursos habían sido revocados. Pues no es de adultos, dejar las causas al destino. Y saber que iniciar desde cero, no era una sentencia, sino una oportunidad. Es por ello que entendieron, que dejarse llevar, no le restaría más a su situación. La coyuntura de carambolas a ciegas vendría con la liberación de su interior y en conformidad con la explicación que se le debe al alma. A veces ni para sí mismo. Y en todas las ocasiones, a favor de las generaciones por venir.
En las mayorías de los casos, es un familiar que sirve de canal. Pero en igual de veces, también lo ha sido un amigo, un vecino o un benévolo, que iluminó con razón, las sensateces que a veces no prevalecen. Y en mi caso no es menos diferente al de todo que llegó aquí. La inmigrante que me trajo hizo la diligencia sin saber quién yo era, ni mucho menos saber si nacería.
Altagracia Alida, exploradora pretenciosa pero tímida, voluptuosa pero sutil, dócil pero llena de convicciones firmes, salió de Tamboril, donde nació, hacia Santiago donde creció; y de ahí a la Capital donde vivió, para entonces partir a Nueva York donde soñó. Y lo hizo todo, sin quemar las naves como Cortés, igual que todo dominicano que ha dejado la isla. Dejó su mente y alma, y se trajo el cuerpo, cargando un equipaje lleno de quimeras e ilusiones.
La peregrina llega al frio desconocido, a los cuarenta y pico, a inicio de los años 60. Por vía de Canadá, por donde antes podíamos entrar los dominicanos a Estados Unidos. Llegó con una edad, que para la época, representaba el cierre de la vida útil y de los grandes cambios, para cualquier mujer soltera con cuatro hijos en la Patria. Esa sacrificada y amante del prójimo que, hasta hacia unos meses era una micro-empresaria de cortes de telas y confecciones, vino al país de las oportunidades, cortejada por otro como ella que, también estuvo dispuesto a iniciar desde cero.
Limitada por el idioma y preparación, como la mayoría de los que traen a otros, solo podía contar con el don heroico del sobreviviente. Ya aquí, la noble inmigrante dominicana, guarda el orgullo en la cartera, e inicia su nueva vida, conquistando como Velásquez, el más difícil de las encomiendas de la vida, asumiendo el cuido de los hijos de otros, mientras su madre velaba por los de ella. Justificando la ilusión que solo puede portar la madurez que te certifica que, es hora de traerle importe a lo que parece trazarse como una vida incumplida, para adquirir valor ayudando a otros a cumplir las suyas. Trasnoches y trasdías de sacrificios, entre trabajos de factoría, ventas de chucherías y canjes de boberías, se sobrevivía. Rica en esfuerzo y en velar por otros, elemento muy acorde con la tenaz personalidad que todos conocieron en ella. Una emprendedora económica, emocional y familiar, cuya vocación de vida, había sido ser, la armónica consignataria de los sueños de otros.
Esa cariñosa y silente guerrera, terminaría por ser mi abuela y el principal combustible de mis fantasías, empeños e inspiración. La confidente que todo hombre anhela. La mujer por lo cual siempre he querido ser un algo mejor de lo que soy. Y yo su nieto y principal abanderado del legado de sus consejos y modelo de vida. Uno que ha servido para confirmar que, quien da, lo debe hacer a cambio de nada.
Son muchas las décadas de inviernos y veranos que, hemos pasado lejos de la media isla, desde ese vuelo que bordeó la estatua cuya flama sigue siendo abanicada por los vientos de prosperidad. Ya somos tres, las generaciones que viven hoy en los Estados Unidos. La gracia alta, logró traer a sus dos luchadoras hijas y a sus dos laboriosos varones, quienes emprendieron a su vez, sus propios proyectos y aspiraciones. Tal como llegó a este territorio, cortejado por un edecán, todo otro antes que ellos, llegaron y seguirán llegando.
Documentados o no. En aviones o en barcas. En los topes de los trenes o a pie. Con coyotes o yoleros. Cruzando los desiertos de México, las lomas de Centroamérica o olas del Caribe. Todos seguirán viniendo para iniciar desde cero. Acorralando migajas y ahorrando pestañas. Arriesgando la vida. Apurando el pasado. En busca de ser vistos como herejes. Entusiasmados por un semejante. Motivados por un eco. Al final todos llegan. Al final todos parten. Optimistas. Medidos. Curiosos.
La samaritana que nos trajo, levantó velas y partió de nuestras vidas esta semana. Nunca nos contó de sus sollozos ni sus penurias. Pero si del valor de ser desprendido. Y su último gesto lo confirma. Cedió la conformidad necesaria, para nosotros superar la pena de su ausencia. Y sonriente nos acordaba de cómo fue capaz de deleitar frutos no prometidos. Vio a todos sus siete nietos convertirse en profesionales serios, de bien y dedicados. Y adjunto a ellos, diez bisnietos que prometen convertirse en el tejido de la idea de América. Esos no tendrán que pensar en quemaran naves, ni comenzar desde cero.
Lo que si les queda a esos veladores de los próximos, es la consciencia del sacrificio hecho por la matriarca. Enmarcado en las pinceladas que definen a un ser, como noble y agradecido. Les recuerda que son y siempre serán dominicanos. Cargados todos, de un infinito equipaje lleno de quimeras e ilusiones. Que deben dar, por nada a cambio. Que deben recordar su lugar. Vivir con el cuerpo aquí y la mente allá. Y listos para proporcionar el pago del favor, compartiendo hacia adelante la promesa de lo posible. A otro necesitado. A otro ingenuo. A otro generoso.