Si no se limita el flujo de inmigración ilegal, los conflictos con Haití no terminarán, pondrán al país periódicamente bajo la mira de la comunidad internacional y objeto de observación permanente en materia de derechos humanos. El fenómeno es de tal magnitud que nadie, ni siquiera las autoridades de Migración, tiene idea precisa de cuántos ciudadanos haitianos se encuentran ilegalmente en el territorio nacional.

La excusa para justificar ese éxodo masivo hacia esta parte de la isla carece de asidero. Si se mejoraran las condiciones laborales en las tareas de recolección agrícola y la industria de la construcción reconociera el valor del trabajo de los albañiles, más dominicanos se integrarían a esas faenas. La realidad es que la inmigración ilegal no se ha detenido porque constituye una oportunidad de negocio para mucha gente y un método de reducción de costos en infinidad de actividades económicas, en muchos casos en franca violación y desprecio de leyes que no se observan  y la ausencia de autoridad para ejecutarlas.

Cualquiera sea el pretexto que se le dé a la situación, sea que esa mano de obra se necesita para mantener activa la economía o la imposibilidad de establecer controles físicos en la frontera, si la población ilegal continúa en ascenso, llegará el día en que nos arropará. Y si eso llegara a suceder  no tendremos medios para  ejercer ningún tipo de control sobre ella y esa minoría se convertirá en una fuerza poderosa que influirá en las decisiones de políticas públicas. Porque no se necesita  ser fatalista para entender que de hecho esa inmigración alcanza un nivel que escapa a nuestra capacidad para asimilarla.

La opción es reivindicar el derecho  a trazar las políticas migratorias bajo criterios propios, sujetas a controles rígidos y en estricto respeto a los derechos humanos de los inmigrantes, para preservar el honor de nuestros símbolos y tradiciones democráticas.