En las democracias desarrolladas la autoridad de un policía uniformado a pie de calle es inmensa. Puede este hombre, o esta mujer, detener a cualquier persona, imponerle infracción, o disponer de su libertad inmediata si le sorprende ejecutando un grave ilícito. Grandes potentados, así como encumbrados funcionarios no se escapan al control de un policía uniformado si son sorprendidos en una falta. La autoridad de este funcionario llega por igual a gente poderosa, como a sus familiares, amigos, empleados etcétera.

Lo mismo pasa con inspectores de sanidad, medio ambiente, industria o banca. Ganando un salario digno, pero relativamente modesto, en lugares desarrollados estos oficiales públicos pueden levantar expedientes que terminen en sanciones millonarias para corporaciones e industrias diversas. Tienen plena autonomía de operación, y sus dictámenes poseen gran autoridad.

El doctor Joaquín Balaguer, siendo cuestionado sobre la multitud de crímenes políticos en sus infaustos 12 años de gobierno, los atribuyó a “los incontrolables.” Daba a entender, el entonces presidente, que había una capa de individuos violentos en el seno de su gobierno a quienes nadie podía detener. Los incontrolables en República Dominicana todavía existen, y no son un reducto o una capa aislada dentro de la política, son la clase política misma más un poderoso apéndice empresarial; gente quienes no pueden ser controlados por nadie. Para ellos no hay policía, ni fiscal, ni inspector que valga nada; ellos están por encima de dichos oficiales y por encima de los dictados de dichos oficiales.

Toda institución diseñada para ejercer eficaz control sobre la clase política o empresarial de nuestro país, corre una de estas dos suertes: a) Es reducida a la miseria, la indigencia, a la instrascendencia en ocasiones y a la indignidad, funcionalmente la hacen carecer de toda autoridad, y, en consecuencia, los dictados de los que sirven en dichos cuerpos no son respetados por nadie, o b) Son rebosadas de recursos y sus directivos son llenos de excesivos privilegios, de tal modo que hasta sus hijos y familiares son alcanzados con becas estelares de estudio en el extranjero, o con cargos diplomáticos asignados en diversas partes del mundo, sin necesitar, en ocasiones, ni siquiera personarse en las delegaciones diplomáticas en las que estén asignados. De modo que, algunos órganos de control son doblegados por el hambre, mientras otros son comprados en metálico vía una infinidad de gracias del Poder, que les son concedidas. El resultado último es el mismo, sea cual sea la vía escogida: nulo control al Estado.

En nuestro país un inspector o un policía son lo que se conoce como “un infelí” alguien desgraciado que carece de todo y que lo necesita todo; una persona que está por debajo de la línea de la dignidad. Y es entre nosotros impensable que esas personas puedan detener a un rancio millonario, o paralizar a una empresa con un acta de infracción.

Es lo que hemos visto, por ejemplo, con la Defensoría del Pueblo y es lo que estamos viendo con la denominada—y por nacer—ley de partidos. En ambos casos, las legislaciones que producen órganos y reglas de control para la clase política envejecen en el Congreso. En el caso de la Defensoría del Pueblo, cuando finalmente sale a luz producen una entidad ridículamente débil.

Teóricamente, nuestra clase político-empresarial puede entender la teoría política democrática. Puede valorar lo necesario de que en un Estado o gobierno existan pesos y contra pesos, órganos de control, en definitiva instituciones. El problema es que, en la práctica, aquí nadie quiere ser controlado. Y no nos referimos a toda la población dominicana, sino a los que tienen poder de decisión e influencia.

Y esto se concreta a modo de patrón muy definido, que puede ser rastreado y documentado. Jueces, fiscales, policías, Contraloría, Cámara de Cuentas, direcciones con algún poder de supervisión o regulación y sanción (medio ambiente, finanzas, superintendencias, direcciones generales) en todas, de alguna manera, están aplicados sólidos métodos de menoscabo de la independencia de sus incumbentes. Y, generalmente, se empieza por los mismos incumbentes, asignando personas que constituyen más un “cuadro político” que un técnico reputado. Y como tal proceden.

Aquí no es como en España, nación en la cual un día cualquiera el partido de gobierno se despierta con todas sus sedes en determinada ciudad allanadas, varios dirigentes detenidos y operaciones en ejecución rastreando tramas y levantando evidencia. Actuaciones que son el resultado de meses de investigación, realizada independientemente por los órganos policiales, fiscales y judiciales. Quedando al oficialismo meramente la tarea—como a cualquier ciudadano en tal situación—de llamar a sus abogados.

Estamos muy lejos de eso. El poder real dominicano no quiere a una policía que, sin pedir permiso, investigue a cualquiera de los integrantes del rancio tejido político-empresarial que nos dirige. No están dispuestos a conceder independencia técnica ni operativa, ni a policías, ni a jueces, ni a fiscales. Y, en tal sentido, es por demás imposible que en nuestro medio se destape—o inicie—una operación policial alguna contra relevantes figuras políticas o empresariales nacionales, sin tener la alta cúpula política del país noticia previa y pormenorizada de ello.

Cuando aquí se fue a tocar y a “desconsiderar” a Ramón Báez Figueroa, por el monumental robo en el que se vio envuelto, hubo que informar detalladamente a “todo el mundo.” Hubo que hacer un acto público, vía los medios, con invitados especiales y acompañados por el llamado príncipe de la iglesia, a la sazón Cardenal López Rodríguez. Así de serio es atentar contra los intocables. Pues aquí hay que explicar que si algo así se va a hacer, si se va a tocar a un intocable, hay que dejar claro ante el resto que “si se va a hacer esto, es porque es algo excepcional y porque ya no hay otra manera de resolverlo.”

Solo ante este cuadro de situación es que podemos entender la masiva acogida de los gobiernos de izquierda durante la pasada década y parte de esta en Latinoamérica, así como la fiera oposición que han enfrentado. Ellos y solo ellos llegaron y trastornaron todo, quitaron privilegios y por primera vez hicieron sentir vulnerables a la ley a aquellos para quienes tradicionalmente no hay regulación, ni ley.

Finalmente, el estado de nuestros policías no es accidental. Nuestra clase política no digiere, ni está preparada para tener a un funcionario con tanta autoridad en las calles. No quieren oficiales que lancen, en secreto, operaciones, ni inspectores que, en verdad, fiscalicen. Por eso, prefieren tenerlos reducidos a la pobreza y la indignidad. Tal es el horrendo estado de barbarie metal e instintiva en nuestras élites incontrolables.


Nota: El autor es consciente que dada la realidad de un policía dominicano, el título de este texto se presta para ironizar; sin embargo, no se hace eso en este texto, sino que se aborda con seriedad, no solo el deber ser, sino lo que es en realidad un oficial de policía en reales democracias. Dejo la ironía—que es muy válida y oportuna—para otros en este u otros lugares de expresión de ideas.