Con demasiada frecuencia, el mundo pretende poner fin a los conflictos y reconstruir las sociedades destruidas por las guerras sin abordar las razones mismas que hacen tan difícil esa reconciliación y que además pueden ser causa de violencia renovada.

La violación y la violencia sexual durante la guerra constituyen una de esas razones.

Hace algunas semanas, estuve en la República Democrática del Congo y me dieron la foto de una niña de cinco años que había sido violada. Según visitaba los campos de refugiados, los hospitales, las reuniones con aquéllos que luchan por lograr justicia, no hacía más que escuchar más y más historias terribles de vidas destruidas, de mujeres excluidas de sus familias, de familias rotas y de víctimas que habían contraído enfermedades mortales tras ser atacadas cuando iban a buscar leña. Y mientras tanto, los autores siguen con sus vidas como si nada, bajo un manto de impunidad vergonzosa.

En muchos de los grandes conflictos de los últimos veinte años, desde Bosnia a Ruanda, Libia a Sierra Leona, la violación se ha empuñado como un arma deliberada para marcar a los oponentes políticos o grupos étnicos y religiosos al completo. Las cicatrices infligidas no se curan con facilidad, y nunca desaparecen. Es más, con frecuencia destruyen a las familias y carcomen a las comunidades.

Desafortunadamente, la misma historia se está repitiendo una vez más en la actualidad, en Siria, de donde nos llegan informes terribles sobre civiles que han sido violados y torturados, y sobre violaciones que se están cometiendo con la intención deliberada de aterrorizar a los oponentes políticos.

Siendo líderes políticos de estados democráticos que creen en la dignidad humana, es nuestra responsabilidad tener una respuesta ante este reto. Tenemos que intentar parar este crimen abominable que ha afectado a tantas personas y trabajar para erradicar el uso de la violación como arma bélica.

No se trata de una tarea fácil y existen muchos obstáculos.

En primer lugar, está el temor y la vergüenza que sufren las propias víctimas. Es comprensible que con frecuencia sean reacias a denunciar la violación debido al estigma que conlleva. Esta reticencia se acrecienta dada la falta de apoyo físico y psicológico al que puedan recurrir las víctimas.

En segundo lugar, existe la dificultad de recopilar pruebas que puedan aportarse en juicio, lo que significa que muy pocos procedimientos tienen éxito. Desde 1996, unas 500.000 mujeres han sido violadas tan solo en la República Democrática del Congo, y únicamente una pequeña parte de estos casos han sido llevados a juicio. Esto no hace más que reforzar la cultura de la impunidad.

En tercer lugar, la comunidad internacional, en su repuesta al conflicto, tiende a tratar la violación como un tema secundario. Por ende, los supervivientes son abandonados, la financiación no es suficiente o simplemente se retiene, y los autores de los delitos campan a sus anchas.

Por último, las agencias de la ONU, las organizaciones locales y los defensores de derechos humanos que ayudan a las víctimas sobre el terreno no reciben el suficiente apoyo. En consecuencia, su financiación se ve gravemente cercenada y tienen verdaderas dificultades a la hora de responder de manera efectiva.

Todas son barreras que deben y pueden vencerse.

La semana pasada les pedí a los demás ministros de Exteriores del G8 que acuerden una declaración política histórica en la que conste nuestra determinación para trabajar hacia el fin de la violencia sexual en el conflicto armado, para abordar la falta de responsabilidad que existe ante la comisión de estos crímenes brutales y para garantizar el apoyo integral a las víctimas.

Esta propuesta fue aceptada y con ella conseguimos un amplio conjunto de compromisos prácticos, entre los que se encuentran: reconocer que la violencia sexual grave y la violación son graves infracciones de las Convenciones de Ginebra; aumentar el financiamiento y el apoyo a largo plazo para los supervivientes; y el respaldo a un nuevo Protocolo Internacional en el que se establezcan unos estándares acordados para la investigación y documentación de la violencia sexual.

Estas medidas están dirigidas a mejorar la recopilación de pruebas y conseguir más enjuiciamientos, incrementar la confianza de los supervivientes para denunciar estos delitos, y garantizar que las víctimas reciben el apoyo a largo plazo que necesitan para reconstruir sus vidas con dignidad. Confío en que el jueves logremos un acuerdo ambicioso en Londres.

Pero esto es solo el comienzo. El apoyo conseguimos  en el G8 lo utilizaremos para cimentar una coalición internacional sólida en la ONU y de forma más amplia contra la violación y la violencia sexual en época de guerra y conflicto.

El G8 representa a algunas de las principales economías del mundo,  tiene un enorme alcance internacional y conjuntamente ejerce gran influencia. Cuando sus miembros se unen para conseguir un propósito común, son capaces de lograr que en el mundo ocurran cambios reales y duraderos.

Esta semana, ese cambio duradero será comenzar un proceso cuyo objetivo es erradicar uno de los aspectos más devastadores del conflicto armado moderno, y abordar una de las principales razones por las que es tan difícil reunificar a las comunidades tras los conflictos. Es nuestro deber como líderes políticos de países libres y de seres humanos, destruir la impunidad de aquellos que recurren a  la violación como arma bélica, y garantizar que sus víctimas no vuelvan a encontrarse nunca desamparadas.

El autor es Ministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido.