Los dominicanos asociamos la ingobernabilidad a momentos de inestabilidad política o macroeconómica que sacudan a las autoridades de turno, las coloquen en situación precaria o terminen derribándolas.
Identificamos la ingobernabilidad con situaciones políticamente turbulentas, como las padecidas por el país entre el tiranicidio de 1961 y el gobierno de 1966, lapso en el que vivimos 13 ejercicios presidenciales, incluyendo la junta cívico-militar auspiciada por el general Pedro Rafael Ramón Rodríguez Echavarría que apenas permaneció en el poder unas 48 horas.
Igual vemos la ingobernabilidad cuando por algún tiempo se desbordan variables macroeconómicas como la inflación, el estancamiento, acentuados niveles de devaluación de la moneda, o períodos de grandes escaseces alimenticias, etc.
Es decir, situaciones diferentes a la que presenta una economía como la dominicana, que se ha mantenido por decenas de años en sustancial crecimiento, aún a expensas de un alto endeudamiento público que la hace vulnerable y pese a un descalabro generalizado de los principales servicios que debe ofrecer el gobierno a los ciudadanos en una democracia moderna.
Precisamente la insatisfacción de esos servicios o prestaciones públicas conducen a otra expresión de ingobernabilidad, según lo plantean cientistas sociales, quienes postulan que la gobernabilidad se cumple cuando los gobiernos satisfacen con eficacia las prestaciones sociales del ámbito público.
Xavier Arbós y Salvador Giner, dos calificados especialistas españoles sintetizan en su ensayo “La gobernabilidad: ciudadanía y democracia en la encrucijada mundial”, que la legitimidad materializa “no sólo en la representación política sino también en las prestaciones sociales públicas gestionadas e impulsadas por el gobierno”.
Arbós y Giner precisan que la insatisfacción de esas prestaciones sociales públicas “llevan al fenómeno del desgobierno y, más concretamente, al de la ingobernabilidad de una sociedad”.
Y ahí, precisamente, radica la gobernabilidad que nos acecha, presionada por el incumplimiento de esas prestaciones sociales, que en un orden de prelación podemos enumerar como la ausencia de institucionalidad, empezando por la separación e independencia de los tres poderes del Estado, que aquí no existe,
Acentuado déficit de calidad en los sistemas de educación, salud y seguridad social; desbordamiento de la inseguridad de la gente; elevado porcentajes de alguna forma de pobreza, como padece cerca de la mitad de la población; alta tasa de desempleo (mientras la Cepal y la OIT lo promediaban para América Latina en un 7% para 2016, aquí se duplica el paro, manteniéndose entre 14 y 15%).
Persiste además falta de transparencia, corrupción e impunidad, resaltándose que los tres últimos escándalos de corrupción, los de Odebrecht y los aviones Super Tucano, y el entramado de tráfico de influencia y corrupción en OISOE se hicieron públicos por investigaciones de Brasil y Estados Unidos, y por el suicidio de una de las víctimas, no por investigaciones ni persecución del delito por parte de nuestras autoridades.
La falta de cumplimiento de esas prestaciones sociales públicas se mantiene latiendo como un tumor de ingobernabilidad social que al parecer los poderes fácticos, incluyendo a las iglesias (tan atentas a otros temas que no amenazan la paz social), no logran entender, o desprecian su importancia… que sigan durmiendo de ese lado.