He tenido la oportunidad de leer una lista de los cincuenta filósofos vivientes más influyentes del mundo. En la misma, aparecen clásicos de la filosofía contemporánea como Noam Chomsky, John Searle o Jürgen Habermas.
Resulta difícil determinar la influencia de un filósofo viviente. Es cuestionable evaluar su impacto a través del número de veces que se le cita en las revistas indexadas, como se hace en las llamadas “ciencias duras”. Los artículos de revistas indexadas son leídos por un reducido número de expertos, integrantes de una comunidad académica.
Por su parte, la filosofía trasciende el ámbito meramente académico. Su influencia se muestra en el sistema de prácticas de una sociedad, en las instituciones, los movimientos artísticos, las ideologías politicas y las cosmovisiones científicas. Esta influencia se puede determinar analizando como una institución, movimiento o cosmovisión se corresponde con el conjunto de supuestos explicitado y argumentado en un texto filosófico.
Y como ocurre en el arte, para lograr evaluar los resultados de este análisis se requiere la prueba del tiempo. Solo transcurrido éste podemos saber si los planteamientos de un filósofo pasarán a ser parte constitutiva de la cultura, o si no son serán más que una moda intelectual.
Por esto, resulta tan difícil evaluar la influencia de los filósofos vivos. Su obra aún está construyéndose, sus ideas forman parte de nuestra atmósfera intelectual y nosotros estamos sumergidos en ella sin la suficiente distancia para evaluarla con prudencia.
Y al mismo tiempo, las implicaciones de esas ideas no se manifiestan de inmediato, ni se captan con la simple mirada. Requieren de años, décadas, y siglos para ser percibidas por quienes poseen agudeza crítica. Esta es una de las razones por las que, con frecuencia, no se entiende la influencia de la filosofía y cómo impacta nuestras vidas.