El desarrollo de un país o sociedad no lo define el alto crecimiento económico ni el esplendor de sus ciudades, ni la majestuosidad de su infraestructura. El desarrollo de una sociedad lo definen, además del bienestar humano, la fortaleza de sus instituciones y el civismo de su gente.
Lo que está pasando en la República Dominicana con el actual caos electoral nos habla precisamente de que somos una sociedad institucionalmente indigente, zarrapastrosa, impresentable, en donde todo el que tiene un poco de poder pretende que lo puede todo. En donde los que detentan el poder del Estado, en lugar de fortalecer las instituciones y el ordenamiento jurídico los pervierten y degradan, para que respondan preferentemente a los mezquinos intereses de las élites económicas y políticas dominantes.
Pero las instituciones sociales no surgen en el vacío, sino que se erigen a imagen y semejanza de su gente, gobernantes y gobernados. Pues si bien los responsables directos de la perversión y degradación de las instituciones son los que gobiernan, los gobernados son tan responsables como ellos, porque es la permisividad, la avaricia, la ignorancia, la precariedad económica, el clientelismo, la falta de escrúpulos y la indiferencia de la inmensa mayoría lo que lleva al poder a los depredadores de las instituciones.
Sin este respaldo mayoritario no sería posible que siempre nos gobiernen los peores, los mismos corruptos, aunque se vistan con trajes diferentes, aunque los representen siglas políticas diferentes. Son los mismos depredadores de las instituciones, vienen desde lejos en nuestra historia republicana, de un tronco común que dio origen a saqueadores, vividores, arribistas, corruptos e inmorales.
Pero a la larga, algo tiene que salir de todo este desbarajuste institucional. Creo que es oportuna la coyuntura para que todas las fuerzas sociales éticamente sanas y los individuos con un mínimo de conciencia social nos unamos en torno a un proyecto común de rescate institucional y nacional. No podemos pretender que este caos institucional se arregle solo o que lo arreglará la misma corruptela que lo ha engendrado. Aquí hay que actuar y hacer que las cosas pasen. El país debe enrumbarse por nuevos derroteros de construcción institucional genuinamente democrática. Se impone, pues, una transformación estructural profunda de nuestra sociedad, que dé al traste con el ejercicio ético y político deleznable que nos ha arrastrado al bochornoso sumidero institucional en que nos encontramos en estos momentos.