“la mejor arma contra la corrupción precisa

del grueso calibre de la educación”.

 

En otros artículos nos hemos referido a la corrupción en sus diversas manifestaciones, tratando de buscar y llevar a nuestro conocimiento como al de los ciudadanos lectores, información pertinente; aunque volvamos sobre el mismo tema, porque es un asunto de todos, por lo que todos los ciudadanos deben estar informados sobre la calamidad de la corrupción administrativa (en este caso), sus causas y la gran cantidad de consecuencias funestas que esta acarrea para toda la sociedad, primordialmente para las clases más necesitadas, y no sólo en el plano local, sino que se advierte en buena cantidad de países latinoamericanos y de otras latitudes.

Es un monstruo de 7 cabezas que está a la vista de todos, pues todos podemos advertir cómo muchos personajes de la política obtienen de manera ilícita, beneficios personales, familiares y grupales, que todo el mundo sabe que no los poseían antes de llegar a ocupar el puesto conseguido.

Aquí cabe el dicho que reza que “la fiebre no está en la sábana”; y es que, si bien, hacia donde apunta el dedo acusador (lógico), es hacia los funcionarios públicos, el problema no es de un solo gobierno – aunque en los últimos años se hayan roto todos los parámetros – pues el problema en la República Dominicana y su sociedad, adquiere un carácter estructural que se advierte en el perfil psicológico de aquellos que llegan a detentar funciones públicas. Es decir, la corrupción adquiere matices de sistémica, la moralidad práctica navega a la deriva, y la tendencia es a la ajuricidad (término empleado por el Dr. Joaquín E. Meabe Profesor de derecho de la UNNE de Argentina), cuando no a la impunidad.

En nuestra sociedad se aspira a “llegar para resolver nuestra vida”, de manera que, la sociedad compuesta por los ciudadanos (clientes), elige a los corruptos para que “le resuelvan” también a ellos, aunque sólo sea con una tarjeta equivalente a unos 700 u 800 pesos mensuales, o un bono para adquirir gas de cocina por unos 15 días; y a los que menos, se le resuelve el mismo día de las elecciones con un pica pollo, una botella de ron, y RD$500 en efectivo. Es decir, es la sociedad dominicana la que hace a los corruptos, y los corruptos llegan al poder, y los que no son corruptos son corrompidos, y corrompen; y así se va formando una centrípeta de adhesión al sistema.

En los casos de corrupción, (los que han salido a la luz pública) comienza usted por darse cuenta como la madeja se va formando; y nos seguimos sorprendiendo porque fulano de tal también es mencionado en relación a los hechos; y más adelante el expediente nombra a zutano; pero donde estriba lo peor del caso, es que mengano, que es un secreto a voces – cuando no de pleno conocimiento de la sociedad – que su actuación es de principalía en los hechos punibles, simplemente sale ileso en el conocimiento judicial del hecho. Sin embargo, en su mayor parte, la sociedad dominicana no se indigna, no se irrita; y en ocasiones ve a estos personajes como osados arquetipos de la audacia política, llegando a verse en ese espejo.

A diario vemos hechos de sobornos, tráfico de influencias, extorsiones, lavado de dinero, malversación de fondos, fraudes, nepotismo; pero la percepción colectiva de los dominicanos, está envuelta en un manto que pudiéramos parangonar con la llamada indiferencia moral, mediante la cual, a decir de Raúl Zaffaroni: “Todos saben la existencia de hechos atroces, pero se omite cualquier acto al respecto, no existe desinformación, sino negación del hecho”(2013). La corrupción en la República Dominicana ha alcanzado ya, niveles preocupantes por la desgracia que el flagelo entraña para el desarrollo económico y social del país. La actuación corrupta se ha convertido en lo habitual, en lo común, en lo que a nadie sorprende, en conducta social tolerada. Llegamos a ese estado de indiferencia moral de la mano de la falta de principios y valores morales. Como resultado, no nos afecta lo que ocurre en nuestro ámbito, y mínimamente culpamos a los demás de los males existentes; ya la indiferencia no es sólo moral, sino que es también social.

Como país, debemos llegar a una concertación social que nos lleve a desarraigar de la conciencia ciudadana esa “normalización” de la conducta criminal del servidor público, que la hace endémica, intrínseca, y llega a hacerse “norma social”. Es hora ya de acabar con la inoperancia de las instituciones y funcionarios llamados a implementar los mecanismos de solución a la corrupción no sólo de los sectores políticos, sino también empresarial. Hay que enfrentar de una vez por todas la descomposición moral.

Por último, entendemos que la educación es la mejor herramienta para prevenir y enfrentar el flagelo de la corrupción a todos los niveles, fortaleciendo los aspectos referentes a los valores ciudadanos, la transparencia, la integridad, así como también concienciando sobre el respeto a las instituciones democráticas y las leyes; enseñando la existencia de un régimen de consecuencias producto del accionar corrupto. De manera que entendamos de una buena vez que “la mejor arma contra la corrupción es el grueso calibre de la educación”.