«Me llamo Lola y bailo sola», así debió haberle dicho la señorita Montez al Rey Luis I de Baviera, que la adoró como a nadie. Luego añadiría que era bailarina y sevillana. Nada más falso pues aquella mujer había nacido en Irlanda, el 17 de febrero de 1821 y llevaba por nombre Elizabeth Rosanna Gilbert.
No en vano se asumió como andaluza, pues era igualita a los clichés de la época: morena, ojos grandes y azules, con una mata de pelo oscura y abundante, de la que brotaba una tremenda seducción “gitana”.
El monarca alemán tenía sesenta años cuando la conoce y, como reza el lugar común, perdió la cabeza por ella (y el respeto de su pueblo, que lo quería por ser un gobernante justo, trabajador, culto). Como prueba de su amor le dio no sólo una casa palaciega, a la que iba caminando a visitarla, sin importar las murmuraciones de la gente, sino también el título de Condesa de Landsfeld. Lola desbordaba toda la juventud y la ambición que podían caberle en sus 24 años y no se conformó con ser la amante del rey, sino que quería ser una autentica reina. El encanto duró un par de años, pero terminaría de mala manera, con un rey abdicando y una linda chica huyendo de la furia popular.
Según Cristina Morató, don Luis estaba tan enganchado que ordenó al escultor de la corte, una copia del pie de su Lolita en mármol. Para tener qué besar cada noche, antes conciliar su monárquico sueño. Incluso llegó a pedirle un trozo, chiquitito, de tela que hubiese tocado su piel explosiva. ¿Así o más fetichista?
Sin embargo, Lola fue más que una cortesana. Fue una aventurera que cruzó medio mundo, una mujer que se reinventó una y otra vez a partir de su propio personaje. Sus andanzas empezaron desde pequeña, pues vivió en la India, adonde habían mandado a su padre, militar del British Empire. Allí contrajo la malaria, enfermedad que nunca la abandonaría.
Este fue su romance más sonado, pero también conoció (bíblicamente) al músico Franz Liszt, que era el artista más popular y solicitado del momento. Aunque a él también le gustaba acumular romances, con Lola toparía en pared, pues la española no se dejaba de nadie, ni de nada, tenía un carácter del diablo y una fusta que usaba a la menor provocación. Ahora bien, gracias al pianista, la Lolis se codeó con la bohemia parisina, en particular con George Sands, Dumas, Hugo.
Luego de su periplo europeo fue a probar fortuna a Nueva York y en pleno Broadway montó un espectáculo en el que representaba sus propias vivencias en la corte alemana. Claro, todo con un toque de humor y unos bailes, aunque no de flamenco, si muy seductores.
A ella se le atribuye la danza de la araña (spider dance), que consistía en fingir que una arañita circulaba por todo su cuerpo. Entonces ella se buscaba el animal y de repente se subía un poco el vestido, se destapaba un hombro o se apretaba los senos… Esos contoneos, fascinaban al hombre del siglo XIX, quiero suponer.
Cuando su show empieza a menguar, sigue la ruta de la fiebre del oro y se va al Far west, donde actúa ante mineros y gambusinos. No le importaba bailar en escenarios modestos y ante gente vulgar, ¡Ella!, que había apapachado a Ludvig I de Munchen y se había movido en salones fastuosos. Aquellos hombres rudos, nos cuenta Morató, a veces le arrojaban pepitas de oro; otras, aplausos y comentarios soeces…
Mujer excéntrica, que coleccionó amantes y ambiciones, pero que nunca supo administrar el dinero que obtuvo de sus poderosos amigos, murió sola, en enero de 1861, antes de cumplir los cuarenta, víctima del invierno neoyorkino.
Su vida ha sido llevada al cine, al teatro, a la literatura. Una de las películas más célebres es la de Max Ophulus, cuyo rol de Lola es interpretado por Martine Carol. Muchos sostienen que fue la primer femme fatale de la historia y por si fuera poco, le encantaba fumar en público, acto provocador y vedado a las de su sexo.
Si queremos ver el rostro de esta mujer, que ignoró todas las normas morales y asfixiantes de su tiempo, podemos ir al Nymphenburg de Múnich (palacio de verano), aunque al admirarlo no se adivinan sus divertidas y osadas peripecias.