No resulta fácil entender la naturaleza jurídica de lo que ha “decidido” la Junta Central Electoral respecto al proselitismo en una precampaña electoral. Ya en el pasado analicé otro caso más donde la función administrativa electoral había sido ejercida de forma irreflexiva. Me refiero a la cuestión de la asignación de los apellidos. En aquél entonces fue difícil también encuadrar tal actuación dentro de una categoría concreta del derecho administrativo: ¿acto administrativo o reglamento? La pregunta no es inofensiva: su respuesta determina el régimen jurídico aplicable (forma de producción del acto o reglamento, régimen de invalidez, medios de impugnación, etc.). Lo de ahora levanta las mismas inquietudes y otras no menos importantes. Esto por un ejercicio de mala administración por parte de la Junta Central Electoral, es decir, contrario al deber de buena administración previsto en el artículo 4 de la Ley No. 107-13. Un derecho fundamental de ciudadanía, al decir del Tribunal Constitucional (TC) en su sentencia 322/14.

Sea que se trate de un acto administrativo “de alcance general” o de una norma reglamentaria, el contenido de lo dispuesto en el acta No. 12-2018 de la JCE supone el ejercicio del poder de policía o de ordenación (Santamaría Paredes). El poder de policía, al decir del profesor Libardo Rodríguez —a quien dedicaremos las I Jornadas Anuales de Derecho Administrativo a celebrarse este año en Santo Domingo, los días 1, 2 y 3 de agosto—, se define como “el poder o facultad que tiene la administración para aplicar limitaciones a la actividad de los gobernados, con el fin de mantener el orden público.” (Rodríguez, Libardo. Derecho Administrativo General y colombiano. 7ma. Edición, TEMIS, p. 399).

Su tipología comprende múltiples “medidas”: “Medidas de policía administrativa. El poder de policía se ejerce mediante tres clases principales de medidas: medidas de carácter general, de carácter particular y de coerción (…) Medidas de carácter general, que constituyen la expresión del poder reglamentario. Por medio de ellas, la autoridad correspondiente impone las restricciones a la actividad de los particulares y determina las sanciones o medidas correctivas a que da lugar la infracción de aquellas (…) Medidas de carácter particular, que consisten en la aplicación de las medidas generales y que pueden ser autorizaciones, prohibiciones u órdenes individualizadas. Por ejemplo, cuando se autoriza o se prohíbe una manifestación determinada (…) Medidas de coerción, que consisten en la utilización de la fuerza pública, cuando se hace necesario para prevenir o hacer cesar un desorden.” (Ibid., p. 400).

Partiendo del carácter general, abstracto y ordenante de la medida, lo “resuelto” por la JCE podría catalogársele de “reglamento”, sobre todo porque en la indicada acta se resalta el poder reglamentario de la JCE como fundamento jurídico para su dictado (ya de hecho algunos han dado por sentado esto). Lo de “ordenante” por su naturaleza innovativa —aunque muy tímida— en el ordenamiento jurídico. La jurisprudencia del Tribunal Supremo de España (TS) nos ayuda a esclarecer este de por sí espinoso tema. En ese orden, Muñoz Machado, en su Tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público General, expresa lo siguiente: “A actos ordenantes y actos ordenados (STS de 19 de abril de 2002) suele referirse la jurisprudencia para expresar si el caso es de aplicación de una norma del ordenamiento al caso concreto (acto ordenado) o si “se trata de un instrumento ordenador que, como tal, se integra en el ordenamiento jurídico, contemplándolo y erigiéndose en pauta rectora de ulteriores relaciones y situaciones jurídicas, y cuya eficacia no se agota en una aplicación, sino que permanece situada en un plano de abstracción” (STS de 9 de marzo de 2001, que recoge una doctrina muy asentada, entre otras en las SSTS de 22 de enero, 5 y 7 de febrero, y 14 de noviembre de 1991)” (Muñoz Machado, Santiago. Tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público General, tomo VII, BOE, p.19).

De ahí que una “norma” dictada en esas condiciones tendría por suerte la nulidad absoluta o de pleno derecho, a decir de lo dispuesto en el párrafo II del artículo 30 de la Ley 107-13. Lo anterior en tanto que la Junta Central Electoral omitió agotar un procedimiento administrativo de tipo consultivo —como lo manda la legislación antes citada en su artículo 31— que diera la oportunidad a los interesados de exponer sus puntos de vista sobre un borrador o proyecto de la norma a ser puesta en vigor. Esto último como respuesta para quienes defienden la validez jurídica de este “reglamento”.        

Hay que reconocer, sin embargo, que debido a que la misma es el producto de una mala administración —y que como tal pudiera generar confusión—, bien podría caracterizarse jurídicamente esta “medida” como un acto administrativo. Un “acto-prohibición”. Sánchez Morón, catedrático de derecho administrativo de la Universidad de Alcalá, plantea que “para la tutela de la legalidad y de los intereses públicos, la Administración puede también dirigir órdenes a los ciudadanos, que son actos por los que les impone un deber u obligación concreta de hacer o no hacer algo. En estos casos la obligación nace del acto administrativo correspondiente y no de una norma general, legal o reglamentaria.” De forma más concreta, sostiene dicho autor: “Las órdenes a que nos referimos pueden ser de diverso tipo. Singulares o generales, según tengan por destinatario uno o varios sujetos determinados (por ejemplo, la orden de evacuación de una casa en un estado de ruina inminente) o una pluralidad indeterminada (por ejemplo, la orden de sacrificar animales eventualmente afectados por una epidemia en un área geográfica). Pueden ser órdenes positivas, de hacer, u órdenes negativas o prohibiciones (…) Por último, se suele distinguir entre órdenes directivas, que prescriben el tipo de conducta a realizar por un sujeto para salvaguardar un interés público (…); preventivas, que son la mayoría y que pretenden evitar posibles lesiones concretas del interés público afectado (…), y reparatorias, tendentes a restablecer una situación ilegalmente alterada (…), órdenes estas últimas que no constituyen medidas sancionadoras en sentido estricto, aunque puedan imponerse en paralelo a ellas.”(SANCHEZ MORON, Miguel, Derecho Administrativo. Parte general, TECNOS, p. 638-639).

Que se trate de un acto administrativo, un “acto prohibición”, no exime a la Administración de realizar también un procedimiento administrativo. La “orden negativa” o, más concretamente, la “prohibición”, encuentra eco en el contenido del artículo 15 de la Ley 107-13, al definir enunciativamente los tipos de actos administrativos a los cuales se les aplicaría el procedimiento administrativo para el dictado de actos administrativos singulares —que abarca también a aquellos que afecten a una pluralidad indeterminada de personas—, procedimiento éste regulado en la indicada legislación. Este ultimo texto normativo expresa: “Objeto. El procedimiento administrativo previsto en este capítulo tiene por objeto establecer aquellas normas comunes a los procedimientos administrativos que procuran el dictado de resoluciones unilaterales o actos administrativos que afectan a los derechos e intereses de las personas, ya impliquen, entre otros, permisos, licencias, autorizaciones, prohibiciones, concesiones, o resolución de recursos administrativos o la imposición de sanciones administrativas y en general, cualquier decisión que pueda dictar la Administración para llevar a cabo su actividad de prestación o limitación.” Podría entonces tildársele de acto administrativo, esa manifestación residual, como diría García de Enterría, que no responde ni se enmarca en actos de la función judicial o de la función legislativa, y que unilateralmente produce efectos jurídicos en las personas. Me inclino por lo último, no sin destacar que la duda se genera por una penosísima confección jurídica de la cuestionada “medida”.

Todo lo anterior resalta la ausencia del tratamiento formal que exige el ordenamiento jurídico-administrativo para lo dictado por la Junta Central Electoral. Pero más importante es comprender que, trátese de un acto administrativo o un reglamento, el poder de ordenación —no importa que hoy radique en la Junta Central Electoral— se encuentra fuertemente impactado por la Constitución y los principios rectores del derecho administrativo.

Nadie discute que el principio de legalidad o juridicidad se erige —en su vertiente positiva— como un límite al ejercicio de aquellas potestades públicas que suponen una inherencia en la esfera de libertad de las personas. Esto es: las potestades administrativas limitadoras de derechos y libertades de particulares requieren de suficiente cobertura legal habilitadora para las Administraciones, incluyendo la Administración electoral. Pero no de cualquier norma: la vinculación jurídica de este tipo de actuación administrativa con el ordenamiento habrá de originarse en una norma de rango legal. Existe, en este caso, lo que se denomina “reserva de ley”: la misma reserva que resulta aplicable a cualquier actividad estatal que intente restringir derechos fundamentales (art. 74.2 de la Constitución). De ahí que la habilitación jurídico-normativa, fundada en el principio de juridicidad —en cuya virtud toda la actuación administrativa se somete plenamente al ordenamiento jurídico del Estado—, debe ser objeto de un tratamiento estrictamente legislativo. Y es que, al decir del Tribunal Constitucional español, “este principio de reserva de ley entraña, en efecto, una garantía esencial de nuestro Estado de Derecho, y como tal ha de ser preservado. Su significado es el de asegurar que la regulación de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos depende exclusivamente de la voluntad de sus representantes, por lo que tales ámbitos han de quedar exentos de la acción del Ejecutivo, y, en consecuencia, de sus productos normativos propios, que son los reglamentos.” (STC 83/1984, del 24 de julio).

No hay duda: la “nota de prensa”, el “acto”, el “reglamento”, o lo que sea que haya sido el propósito de la Junta Central Electoral, no conlleva otra sanción que no sea la nulidad absoluta. De esto seguiremos hablando.