La visión que los dominicanos tienen de su futuro es muy confusa. Decir que están inquietos sería un eufemismo. Cuando escucho a nuestros gobernantes preocupados por buscar soluciones a los grandes temas mundiales me da la sensación de que no entienden el mundo y el lugar que ocupamos en él.

Creo que la crisis que vivimos es una crisis moral e intelectual, y que a pesar de todos los problemas que tenemos no se debe únicamente a razones objetivas, sino que es también el fruto de una reacción subjetiva. Nos sentimos confusos porque, tal y como señalan los estudios, no confiamos en nuestras élites, e incluso cada vez menos en nosotros mismos. Hemos perdido nuestros referentes, y el lenguaje que hablan nuestros líderes suena estereotipado a los oídos de los ciudadanos.

Una crisis de esta naturaleza resultaría saludable si pudiera desembocar en una toma de conciencia sobre los acontecimientos. Esto supondría abrir caminos a una nueva forma de repensar la realidad que nos permitiera hallar respuestas adecuadas a nuestros problemas en un mundo que cambia de manera acelerada. Pero este no es el caso.

Mejor o peor, la sociedad cambia e inventa nuevas formas de respuesta a los problemas a los que debe enfrentarse a diario. Son sus organizaciones superiores las que no tienen respuesta a la corrupción, la inequidad, la inseguridad ciudadana, la ineficiencia estatal o la violación sistemática de la ley. Y peor aún, son nuestros mismos representantes públicos quienes nos dan un mal ejemplo con sus comportamientos; como me dijo un campesino de la frontera: "aquí no existe la ley, todo se vale, en este país la ley es el dinero y el poder". El peligro real de unas élites sin respuestas y corrompidas a los ojos de los ciudadanos no es tanto la crisis en sí misma como el riesgo de regresión que conllevan sus comportamientos ante ella.

Frente a la incapacidad de dar respuestas mínimamente satisfactorias a los problemas, el Estado y sus instituciones públicas recurren a un modelo que presupone que todos somos culpables y, como consecuencia, parte de las siguientes premisas: si hay delincuencia sin respuesta estatal, todos somos culpables; si hay corrupción sin sanción, todos somos culpables; si ocupamos los peores lugares en calidad de la educación, todos somos culpables; si hay robos en el consumo de la energía eléctrica, todos somos culpables; si hay funcionarios que se hacen ricos de un día para otro, todos somos culpables. Entonces, como todos somos culpables, se inventan con frecuencia encuentros y diálogos ciudadanos, como por ejemplo el celebrado recientemente en Santiago entre el Estado y las organizaciones sociales para buscar soluciones al problema de la inseguridad ciudadana. Las conclusiones de dicho encuentro se orientaron hacia un aumento del control de los padres de las compañías que frecuentan sus hijos y a la eliminación del uso de celulares por parte de los presos. ¿No es esto la manifestación de una crisis de ideas, de liderazgo y de Estado? Con estas actitudes los ciudadanos nos desalentamos. No hay que sorprenderse, por tanto, de que estemos moral e intelectualmente confusos.

Los empresarios, por su parte, con una visión rentista del Estado fueron parte activa en el financiamiento del clientelismo político y la evasión de impuestos. Sin embargo, ahora se encuentran con los políticos-empresarios como competidores en el mismo mercado. Como consecuencia ya no funciona con la misma efectividad que antes la llamada al señor Presidente para solicitar que devuelva, a través de la flexibilización de impuestos en la aduana, el aporte económico hecho a las campañas.

Por otro lado, están los demagogos seudonacionalistas, que con un discursito sobre la invasión pacífica creen que se resolverá el fenómeno migratorio, cuando en realidad ni sabemos cuántos extranjeros viven en el país ni tenemos políticas claras para la gestión del flujo, y mucho menos de la integración.

Finalmente tenemos a los políticos, que ya no saben en qué lado sentarse -si a la derecha o a la izquierda-, que confunden la llegada al poder con la acción de gobernar, la legalidad con la legitimidad, la impunidad con la gobernabilidad, la honorabilidad con la ostentosidad, y el liderazgo con el mesianismo.

Estamos vencidos de antemano si continuamos de esta manera, si nos aferramos a un modo de razonar propio de otra época, si seguimos enfrentando los problemas con mecanismos no solo inútiles sino regresivos. Así no tendremos ninguna oportunidad de encarar de forma exitosa los retos del futuro.