No ha habido un tema cíclico, constante y del cual se haya hablado, escrito y denunciado tanto como la impunidad, enraizada durante décadas en los sistemas políticos latinoamericanos.
Considero la impunidad o la ausencia o falta de castigo para crímenes y enriquecimiento ilícito, como una contracultura que lamentablemente ha estado presente de manera constante en nuestras democracias imperfectas.
En la actualidad, ha habido “atisbos” moralizadores en algunos países como por ejemplo Brasil y Guatemala (para citar solo dos ejemplos recientes) en los cuales los escándalos por corrupción administrativa se han hecho más notorios debido a la influencia de los mass media o más bien algunas naciones latinoamericanas se han sumergido en una cruzada moralizante porque ya sus sociedades no aguantan más corrupción y peculado.
Es preciso recordar que la corrupción y la impunidad asociada a ella, es de larga data; en nuestro continente existe, prácticamente desde inicios de la conquista y, durante la colonia. Si revisamos nuestros legajos históricos nos daremos cuenta.
El término impunidad deriva del latín, significa "sin castigo", tiene su origen en el vocablo punire, sinónimo de castigo. En el Derecho positivo se considera impune a lo que escapa al castigo previsto por las sanciones de la ley positiva.
No obstante, una lectura sociopolítica establece que la impunidad es la falta de capacidad del sistema político por varias razones, de castigar el peculado (enriquecimiento ilícito de los funcionarios con los fondos del Estado) y del nepotismo (colocación de familiares en puestos estatales para enriquecerlos y ejercer influencia a través de ellos).
En Latinoamérica y en la época reciente, por lo menos hasta la primera mitad del siglo XX, se caracterizó por el enriquecimiento ilícito de las familias gobernantes, apoyadas por un sistema político y electoral caracterizado por el fraude. La población poco podía hacer frente a estos hechos, ya que los derechos electorales les eran negados y entonces quedaban en un estado de indefensión.
Sin embargo, no podemos perder de vista, que en una época en lo que va desde la aparición de gobiernos populistas en reemplazo de los conservadores, a partir de los años 40 pareciera ser que los pueblos admiten pasivamente la corrupción, a condición que los gobernantes sean eficaces.
Tenemos como ejemplo a Perón en Argentina que hasta cierto punto se le permitió que fuera corrupto en la administración de los bienes públicos, por el hecho de que distribuía bienes económicos -y sociales- entre la población.
Ese es el punto de convergencia histórica en los lazos históricos de la impunidad en América Latina: una especie de “contrato de adhesión” entre los pueblos, y gobernantes o sistemas políticos de dejar enriquecer a sus funcionarios o líderes políticos a cambio de la repartición de “dádivas” o clientelismo.
Ese modelo ya se está agotando, por una razón más que evidente: la impunidad es muy cara para nuestros pobres pueblos. Mantener un aparato estatal corrupto cuesta mucho y se revierte en más carga fiscal, injusticias, falta de presupuesto para mejorar el sistema de salud, educación, entre otros muchos renglones.
En un futuro no muy lejano nuestros pueblos latinoamericanos erradicarán el proceso cíclico de la impunidad en sus sistemas políticos. Hay acciones que así lo indican, sólo hay que esperar y actuar.