La diferencia entre una buena Administración y una execrable, es que mientras la primera es democrática y ofrece explicaciones, la segunda se desvive por imponer unilateralmente sus posiciones sin manifestar un porqué, atropellando los derechos del ciudadano. Esto último es lo que la motivación de los actos administrativos busca reducir a su mínima expresión.

La motivación es un deber ineludible que sopesa sobre los entes y órganos que componen el engranaje administrativo, cuyo incumplimiento trae como consecuencia inmediata la invalidez de la actuación. Lo anterior, es consonó con la tutela administrativa efectiva de los derechos de los administrados, quienes podrán fiscalizar la actividad administrativa, defender sus intereses y recurrir la ilegalidad de los actos por ante los tribunales. La burocracia administrativa no es popularmente elegida, por lo que su existencia se legitima en la medida que sus decisiones se racionalizan y se ajustan al orden jurídico.

Ahora bien, no basta con que la Administración exponga cualquier motivación como si esta fuese una vacua formalidad, sino que los motivos esgrimidos deben ser el resultado de un discernimiento coherente y lógico, que permita extraer, con meridiana claridad, los hechos debidamente comprobados y el fundamento legal, de lo contrario, su actuación no tendría otro final que ser condenada a padecer la sanción de la nulidad. No debe ser una molestia para el Estado y sus agentes someterse al cuestionamiento público, ni tampoco explicar con lujo de detalles las razones reales detrás de sus operaciones.

Las autoridades administrativas son responsables de adecuar sus decisiones al marco de la ley y, esto solo es posible con una motivación sustancial, congruente y suficiente. En el Estado constitucional de derecho, la Administración debe abanderar los procesos democratizadores, ser la primera en pavimentar el camino hacia el  destierro de la arbitrariedad y, no fungir como la principal distribuidora de tropelías autoritarias.