La imaginación es una facultad humana de vital importancia. Venimos con ella. Todos imaginamos. Todos nos hacemos “imágenes mentales” de lo ya existente o de realidades que no existen. Aunque se reconoce su importancia no siempre ha sido bien vista: en la ascética medieval se le subyugó a pesar de explotar la imagen como elemento catequético. Los filósofos le han catalogado como fuente de error, de fantasías contrarias al rigor del pensamiento lógico y racional.
Tanto como “loca de la casa” (Santa Teresa) o como fuente de error, la imaginación se ha tomado en cuenta cuando es posible usarla bien, por tanto, esta facultad debía estar bajo la vigilancia constante (sobre todo en los momentos de silencio) bien sea de la piedad religiosa o bien por el recurso al método lógico.
Es Emmanuel Kant quien da una visión positiva sobre la imaginación en la filosofía occidental. Realiza una revolución copernicana al colocarla como un tercer término entre la sensibilidad y el entendimiento. Para el maestro de Königsberg nuestro conocimiento del mundo se realiza desde dos condiciones a priori (independientes a cualquier experiencia): el espacio y el tiempo. Ambas son categorías que nos permiten aprehender el fenómeno que siempre se presenta como un fragmentario abanico de estímulos. Es en nuestra cabeza que organizamos los datos que provienen de la sensibilidad: esta organización es sintética, esto es, lo fragmentario y disperso lo “vemos” como una unidad. Aquí está el papel de la imaginación ya que realiza la síntesis que me lleva de lo disperso a la unidad conceptual. En este sentido, la imaginación, dice Kant, da cuerpo a un concepto.
En el fondo solo podemos hablar de una razón imaginante o imaginadora. Solo podemos hablar de actividad imaginativa ejecutada por nuestra capacidad para razonar, pero esto es otro trigo para otra harina. Lo importante es saber que la imaginación siempre nos da reglas y está reglada. De ahí su conexión con lo que hemos llamado de modelos mentales, esquemas mentales o patrones mentales.
Los modelos mentales funcionan como estructuras de percepción de realidades, son filtros que tomamos de aquí o de allá, conscientes o no. En su estructura necesita una serie de disparadores de un sistema de inferencias (creencias, ideas, leyes científicas…) para predecir, comprender, interpretar estados de cosas u otras realidades posibles. Entre los disparadores reales y el nuevo estado de cosas entra en juego la imaginación como facultad constructora de ideas, de imágenes mentales que permitirán el sistema de inferencias.
Por ejemplo, la noción de orden es un modelo mental que hemos adquirido por la relación que establecemos con los ciclos vitales de la naturaleza y su secuencia armónica en un espacio determinado. En el mundo griego el caos no es generador, sino mera forma de posibilitación que demandaba de un agente de orden. Este principio generador o Arjé era un elemento natural. El Génesis nos habla de que el espíritu aleteaba sobre las aguas sin que se generara vida. El principio espiritual es quien da vida, orden al caos. Culturalmente hemos transmitido esta idea de que el orden es importante no solo para la generación sino también para la sustentación de la vida misma, por tanto, cualquier desvase de este modelo entra con conflicto con lo deseado como nuevo estado de cosas. Por ello es que procuramos a todos los niveles de la vida humana, para sustentarla, darle un orden, mantener cierta unida armónica entre el todo y las partes.
La constitución de la vida social y política se ampara fielmente en este modelo mental sobre el orden y la vida. Las sociedades e instituciones políticas están formadas para contribuir a este orden. Cuando experimentamos caos en el marco de las instituciones que dan forma común al sistema de relaciones, las juzgamos como “des-orden” lo que atenta contra el principio vital de supervivencia.
Los modelos mentales tienen su origen, pueblan, determinan y dan forma a la imaginación y a sus productos, que es lo que se llama lo imaginario. Solo llegamos a la facultad por sus usos y sus productos. En este sentido, saber ver cómo usamos y qué productos mentales construimos es adentrarse un poco más en el enigma de la imaginación.