Es innegable que estamos saturados de imágenes. El imperio de lo visual es el pan nuestro de cada día. Los usos cotidianos de la tecnología y de las redes sociales virtuales riñe notablemente con la actividad escrituraria y, por tanto, con el uso de la palabra escrita. Todavía se escribe, pero la imagen está a la orden del día como un medio no solo para comunicar una idea o un sentimiento, sino también como instrumento de persuasión y adhesión. Parece que el viejo dicho de que una imagen vale más que mil palabras se ha vuelto la norma en la sociedad de la información y las redes sociales virtuales.

Con la invención y popularización de la televisión se pensó que nuestro cerebro se modificaría para adaptarse al nuevo medio de comunicación masiva y así sucedió ya que a cada modificación en el modo de fijar la palabra y la imagen le acompaña una modificación en sus hábitos de recepción. Lo mismo se había pensado cuando la radio se convirtió en el centro de la vida social y la vía más idónea e instantánea de entretenimiento e información. Como la radio solo dependía de la oralidad (de lo sonoro), lo que se había conquistado en términos de escritura-lectura por la prensa, los pasquines, los libros, las revistas, etc., se vio mermado en términos de influencias sobre los hábitos cotidianos de escritura y lectura.

La televisión nos acostumbró a que la palabra estuviera al servicio de la imagen. La imagen en movimiento significó, en cuanto a expresividad de lo real, que el concepto como obra paradigmática efectuado por la palabra pasara a un segundo plano. La imagen constituyó la muestra del dato objetivo, la verdad de la evidencia factual frente a la abstracción de la palabra. Bajo este esquema, el ejercicio del decir pasa a un segundo nivel frente al ejercicio del mostrar. La imagen perpetuó el instante y lo efímero, provocó en el espectador un impacto visual que permitió posteriormente su adherencia al discurso visual como forma estética renovadora. El siglo XX es el siglo de la imagen frente a la palabra. No significa esto la anulación irrestricta de la palabra escrita ni de la palabra oral (pensemos en que la oralidad naturalmente busca sus formas básicas cotidianas y allí, restringida, sobrevive al imperio de la imagen) y, por igual, la escritura se hace mecanismo productivo necesario para el mercado y para el proyecto civilizatorio de la modernidad a tal grado que la no capacidad para escribir es sinónimo de subdesarrollo. Creo que jamás se ha escrito tantas obras como en el siglo XX lo que significó una masificación de las posibilidades de lectura, no obstante, la enorme importancia que adquiría la imagen a medida que el siglo avanzaba.

El mundo de los millennials es el mundo de la imagen en donde la palabra escrita se subordina a la imagen estereotipada.  Hay producción de imágenes, pero no hay estética en la producción de la imagen “esmoticada” o al menos, el estereotipo no permite la elaboración conceptual de la imagen como compañera de la palabra (lo que sí lo permitió la prensa, la tv, el libro, etc.). Ahora la imagen estereotipada, prefabricada, se convierte en el mecanismo de expresividad por antonomasia. La sola imagen muda, sin palabras, es el significante del decir, pero esta imagen no está al nivel de la fotografía (ni estética ni expresivamente hablando) puesto que no hay labor de composición (lo que requiere el dominio de unas reglas creativas) sino que la imagen es un producto generalizado para el consumo. La expresividad emocional a través de las redes sociales virtuales se reduce a un “like”, a un “Me gusta/No me gusta” o, en su defecto, a la imagen prefabricada y, por tanto, masificada como un bien de consumo del “emotic”.

La reducción de la expresividad a los emoticones es la reducción de la capacidad del decir y de la palabra. Aún más, la actividad escrituraria posee unos procesos y mecanismos de construcción de subjetividad que la expresividad emoticada no estimula, por lo que nos estamos avecinando a una sociedad castrada en su expresividad del deseo, del sueño, de la utopía, de sí.