La política, como el juego del poder que divide y unifica, libera y esclaviza a los hombres, no puede sustraerse a la ilusión redentora. Es como si para asumir el simple y seco propósito de la voluntad de poderío que quitaba el sueño a Nietzsche, se tuviera que dar un rodeo a fin de convencer al esclavo de la justeza de su condición, a fin de brindar al verdugo la ilusión de la decencia de un acto irremisiblemente bárbaro, el que unos hombres sometan a otros a su voluntad.

A esta operación mental, cultural en otras palabras, en una época se le llamaba ideología, hoy con las sofisticaciones del psicoanálisis lacaniano, se le aprecia como una operación sublime que permite a hombres y  mujeres reconocerse sin más ni más como animales desiguales y hacer del poder una especie de máquina liberadora de una ilusión superior, la de la libertad e igualdad humanas. Con esto, silenciosamente, pasamos a justificarnos como entes sometidos, no ya simplemente desiguales. Y es aquí donde la ilusión redentora opera como la quimera que nos aguarda al doblar de la esquina o un poco más lejos. Esto lo saben de sobra los políticos, esa especie de pirotécnicos e ilusionistas del circo al que asistimos como niños burlones, muy creídos de que el león ha sido domado, de que los aplausos los hacemos nosotros.

Que mejor prueba de que esto es así que el Estado, al que le pedimos nos proteja, como si su misión fuera liberarnos de un enemigo ajeno a nuestras vidas, y ante el cual nos sentimos sometidos, domados, acogiendo la ilusión protectora que le asiste. Ese animal en su imagen filantrópica nos asusta, pues todavía no hemos podido asumir su condición de ogro como el costo de la filantrópica tarea del minotauro estatal anunciado por Octavio Paz. 

La ilusión redentora engaña incluso a sus autores. Es un error pensar que los políticos son una especie de embaucadores cínicos, en perpetua tarea de sonsacar a simples ciudadanos. Son ilusionistas del poder, es cierto; sobre todo son eso, simplemente poderosos actores de una trama mayor que asegura la desigualdad (¿intrínseca a la condición humana?) y la dominación de unos hombres sobre el resto de sus congéneres.

La gracia de la trama redentora es que nos acostumbra a ver a los políticos como buenos pastores de un rebaño que asiste tranquilo al matadero. Para esa simple operación el rebaño debe creer que el pastor redimirá su condición de ovejas, liberándolos, precisamente en el acto de dirigirse al matadero.

Los políticos en su tarea de "buenos pastores" llegan a creer que su propio artificio mental redime y de alguna forma ayuda a impedir que sus ovejas acudan tranquilas al matadero, aun cuando sean ellos los que las conduzcan a su última morada.

En esa operación pastores y ovejas pueden llegar a tomarse en serio la función redentora del pastor. De hecho, los pastores terminan pensando no sólo que la dominación y el poder son usufructo prohibido a las ovejas, sino a pensar que es este el mecanismo que al fin y al cabo les conduce a la liberación de todos sus males, incluido asistir al matadero.

Por eso aspiran a la permanencia en el poder, entienden que a ellos les toca la tarea redentora, inventan todos los artificios posibles para permanecer manejando el rebaño, aunque el precio sea llevarlo finalmente al matadero.

La ilusión redentora cumple, pues, una función muy clara que no es la del engaño, es la de la ilusión liberadora de la coyunda del poder, de los propios políticos, invento genial de quienes controlan a simples ciudadanos. No hay redención posible. El único camino es el de asumir la propia liberación por las propias ovejas. Solo así podría el matadero algún día eliminarse.