El legislador es considerado el creador del derecho y la metodología que emplea para cumplir con su función constitucional es el proceso legislativo. El proceso legislativo se desarrolla en cinco etapas: (a) la iniciativa de ley (artículos 96 y 97); (b) la discusión legislativa (artículo 98); (c) el trámite entre las cámaras y la aprobación del proyecto (artículo 99); (d) la sanción o derecho de veto del Poder Ejecutivo; y, (e) la publicación de la ley (artículo 101).
La iniciativa consiste en la facultad de presentar un proyecto de ley a la consideración de las cámaras legislativas. Dicha facultad recae: por un lado, (a) en los legisladores, el Presidente de la República, la Suprema Corte de Justicia en asuntos judiciales y la Junta Central Electoral en asuntos electorales (artículo 96); y, por otro lado, (b) en un número de ciudadanos y ciudadanas no menor del 2% de los inscritos en el registro electoral (artículo 97). Luego de recibido el proyecto de ley, las cámaras legislativas deliberan sobre su admisión y lo someten a dos discusiones distintas, con un intervalo de un día por los menos entre una y otra discusión (artículo 98). Debatido el proyecto en una de las cámaras, se debe presentar a la otra para su oportuna discusión y, si es el caso, posterior aprobación (artículo 99). Una vez aprobado, pasa a la etapa de sanción, que consiste en la facultad discrecional de promulgación y publicación del proyecto de ley por parte del Poder Ejecutivo. El Presidente de la República posee un derecho de veto y puede realizar observaciones (artículos 101 y 102). Ya promulgada, el Poder Ejecutivo debe dar a conocer la ley dentro de un plazo de diez (10) días.
Ahora bien, ¿por qué el legislador es el creador del derecho? La respuesta a esta pregunta se infiere del pensamiento rousseauniano. En síntesis, el legislador es el creador del derecho porque es el ente designado por el soberano para expresar la voluntad general. El soberano es el único que está cualificado para hacer las leyes y delega esa función a un ente público e imparcial con el objetivo de garantizar el interés general. Pero, ¿cuál es ese interés? Éste recae básicamente en la libertad y la igualdad de las personas en un estado de sociedad, lo que se logra con la protección efectiva de sus derechos fundamentales. De ahí que los ciudadanos se obligan a la decisión de la mayoría para garantizar el bienestar de todos. Esa voluntad general, de obligarse a determinadas conductas para asegurar el interés general, se expresa a través de las leyes que adopta el legislador por mandato del soberano.
Aquí, es importante advertir que en las sociedades democráticas contemporáneas no se justifica la idea del mandato imperativo defendida inicialmente por Rousseau. Y es que, tal y como advierte Burke, los legisladores poseen un mandato libre al ejercer la representación del soberano. Por tanto, éstos no están sometidos durante el proceso legislativo a la imposición de ordenes o instrucciones por parte de los electores o, en cambio, de la formación política en cuya listas electorales han sido elegidos, sino que poseen la facultad de discutir con libertad las decisiones que sean más idóneas para asegurar la voluntad general del cuerpo político. Este es el verdadero sentido de la representatividad en una sociedad democrática contemporánea. Es decir, la idea de que los legisladores poseen libertad plena en el ejercicio de sus funciones como representantes del soberano, de modo que sólo están sujetos a su conciencia.
Ahora bien, lo anterior no significa en lo absoluto que el legislador puede actuar de forma arbitraria y al margen del objeto del contrato social. Y es que, si bien éste puede discutir con libertad las decisiones políticas, su actuación se encuentra condicionada a la protección del interés general. Dicho de otra forma, el legislador crea el derecho en representación del soberano, de modo que debe adoptar las medidas que sean más idóneas para garantizar los elementos que inicialmente originaron la creación del contrato social. De ahí que frente al soberano, el pueblo, el legislador posee una obligación de resultado, consistente en la protección de la libertad y la igualdad de las personas. La protección de estos dos elementos requiere de la adopción de decisiones que pueden disgustar a algunos miembros del cuerpo político, pero que son indispensables para asegurar el bienestar colectivo.
La pregunta entonces es: ¿qué ocurre si el legislador se aparta de ese objetivo? Se produce lo que Calamandrei denomina como “la ilegalidad en la creación de las leyes”. Para este autor, se puede hablar de legalidad en dos sentidos: uno más amplio y comprensivo, que se refiere al momento de la elaboración de las leyes (legalidad del proceso legislativo); y, otro más restringido y formal, referido al momento de su aplicación (igualdad de todos ante la ley). Dado que la injusticia ofende más cuando se comete en sede de aplicación de la ley, se suele controlar mayormente las leyes en su aplicación por transgredir principios y derechos constitucionales.
Sin embargo, el resquebrajamiento de la legalidad, entendido como la inobservancia del orden «justo» que se procura crear con el contrato social, se puede producir en el momento de la elaboración de las leyes cuando se adoptan decisiones que desconocen la intención del soberano al delegar esta función constitucional. En estos casos, se produce un “régimen de engaño o de ilegalidad constitucional” (Calamandrei), pues, si bien se sigue el proceso legislativo constitucionalmente establecido para la adopción de las leyes, se produce materialmente la ruptura del sentido de la legalidad, es decir, de la autoridad de la ley. En otras palabras, la ilegalidad en la creación de las leyes se origina por la deslegitimación, en sentido material, de la representación política y la pérdida del deber de obedecer por parte de los ciudadanos.
Este régimen de “ilegalidad” en el proceso legislativo se puede generar por varias razones: (a) la “hipertrofia” de la ley o la sobrerregulación estatal; (b) la adopción de leyes al margen de las deficiencias institucionales; (c) la provisionalidad leyes; (d) la improvisación y las defectuosas técnicas en la etapa de discusión legislativa; (e) la adopción de leyes ad hominem; y, (f) el fraude a la ley dispuesto por el propio legislador. Estas actuaciones de producción legislativa al margen de los objetivos del soberano genera un debilitamiento progresivo del sentido de legalidad, y, en consecuencia, la deslegitimación de la representación política. Es justamente de este tipo de actuaciones, los cuales abordaremos con más detalle en un próximo artículo, que el legislador debe cuidarse para garantizar la autoridad de la ley y la creación de un orden justo.