La igualdad es una condición que supuestamente queremos lograr en la humanidad y es uno de los temas que esgrimen los políticos (incluyendo los mismos dictadores) para ganar aceptación. Indiscutiblemente abogar por que todos seamos iguales suena razonable y justo. El concepto del derecho a la igualdad se oficializa en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en el 1948.
Libertad, igualdad y fraternidad fue uno de los lemas principales de la Revolución Francesa, habiendo sido tomado desde la Masonería y ha sido una de las principales consignas contra las tiranías.
Para comenzar debemos aclarar que afortunadamente no podemos ser todos iguales. Por muchas razones no debemos ni querríamos ser iguales. No sólo el mundo sería muy aburrido si todas las personas fueran idénticas, sino que además nuestra civilización sencillamente desaparecería.
Una de las principales áreas en las que se piensa en la igualdad es en la distribución de las riquezas. En ocasiones nos apena la pobreza e incluso hemos llegado a soñar con un mundo donde no hubiera pobres. No obstante, en la Biblia se presenta a Jesucristo diciendo: “Porque a los pobres siempre los tendrán con ustedes” (Mateo 26:11).
Aunque hay seres superiores que se mueven por amor, las grandes masas responden a su deseo de dinero para atender a las necesidades que crean tener. Sin el miedo a la pobreza muchos humanos literalmente no se moverían y venimos a este plano a caminar, no a sentarnos.
Realmente en el momento en que más nos igualamos es al morir, pero cada día que vivimos nos hace más diferentes a los demás. Los seres vivos tenemos carencias y necesidades, el que muere ya no tiene dolor, necesidad y tampoco se mueve. El movimiento nos hace diferentes.
Todo lo que conocemos surge por un proceso dialéctico en el que ante un elemento dado surge otro diferente que lo enfrenta, lo que obliga a buscar un tercero que haga la síntesis de los contrarios, superándolos, unificándolos y generando una nueva realidad. Si todo fuera igual, no existiría el cambio y además no sería necesario, la vida no tendría razón de ser porque la vida es cambio y aprender algo sería imposible. No pretendemos desarrollar aquí la dialéctica hegeliana, solamente queremos dejar sentada la necesidad de las diferencias de los contrarios e incluso del valor de las cosas que consideramos negativas.
Respecto al sexo, pese a una cierta tendencia actual a igualar hombres y mujeres, normalmente al hombre le gusta que la mujer no parezca hombre y viceversa. Incluso si hipotéticamente las mujeres igualaran por completo a los hombres, no podrían ser madres y sería el fin de nuestra especie.
Si en un nido hay dos pichones, pero uno se esfuerza por volar y el otro rehúsa moverse, aunque sean dos hermanos iguales, al cabo de un tiempo, las oportunidades para el hermano luchador necesariamente tendrán que ser muy diferentes que las del que prefirió no moverse del nido. Todo lo que aprendemos a hacer, es motivado por algún interés o necesidad. Si a los que siembran se le dieran los mismos frutos que al que no sembró, nadie volvería a esforzarse por sembrar.
Es necesaria la igualdad, pero debemos entender en qué forma o sentido es que la requerimos. No podemos tener los mismos bienes, pero deberíamos tener las mismas posibilidades de adquirirlos.
La igualdad es necesaria en el sentido de iguales derechos, iguales oportunidades y en no discriminar por las condiciones de base (sexo, color, raza, condición social, etc.). Pero una mujer trabajadora no podrá ser valorada igual que un hombre holgazán, un blanco analfabeto no podrá tener el mismo cargo que un profesor negro, es comprensible preferir al extranjero competente en vez del criollo inepto y un político no deberá tener igual sueldo sin trabajar que quien cumple correctamente su horario. No quiere decir que estos eventos no sucedan, pero son las tendencias que afectan gravemente a un país.
Nuestros pensamientos, decisiones y movimientos nos hacen desiguales, lo mismo que nuestras condiciones de nacimiento. Los grandes maestros espirituales se han esforzado por enseñarnos que somos hermanos, pero el sentido de esa hermandad es diferente a lo que hemos conocido y aunque algunos lo intuyen, la mayoría prefiere ostentar sus diferencias con los demás. Hay una cierta tendencia a restregar al otro las diferencias positivas que se tengan, en un esfuerzo desesperado por impresionarlo.
Hay personas y escritos que insisten en que trates como iguales a los demás, pero es importante identificar también las vías por donde te llega la motivación contraria porque esas no te ayudan a crecer.
En un pequeño pueblo muchos tenían una moneda, unos pocos tenían dos y la mayoría no tenía ninguna, de esta forma se formaron tres castas que nunca se mezclaban. Llega un empresario inmensamente rico al pueblo y se relaciona con todos por igual, pero ve con pena que, aunque los que tienen dos monedas compiten por compartir con el empresario, les resulta incómodo reunirse con los que tienen una sola moneda y consideran inaceptable sentarse a la mesa con los que no tienen ninguna. El generoso potentado sorprendido y apenado, les advierte: “todos por igual están invitados a mi mesa donde no les faltará nada, pero los que no sean capaces de reunirse con los que sean diferentes, ellos mismos se excluirán de nuestro banquete y vida futura”. “El que tenga oídos, que escuche y entienda” (Marcos 4:23).